jueves, 26 de diciembre de 2019

Confesiones


Para Rachel

Lo recuerdo como si fuera ayer. Hay cosas que se te meten en la memoria como un hierro ardiente y que nunca van a dejarte.
Durante dos semanas, don Darío nos había estado dando clases especiales para la próxima ceremonia de Primera Comunión; yo estaba en cuarto de primaria y tenía ocho años porque en aquel entonces se podía meter a un niño a primaria a cualquier edad en que ya no te soportaran en tu casa.
El caso es que estaba yo en escuela católica (marista) y don Darío era un señor mayor todo bueno, que nos daba la clase de Moral. A mí me caía bien don Darío; una vez me rompí la crisma en el recreo y él fue el que me puso agua oxigenada en las heridas. Era una buena persona.
Pero esa clase de Moral, por el amor de Cristo.
Quizá es que era yo demasiado chico para estar escuchando historias de terror, o quizá era un niño demasiado impresionable; probablemente eran ambas cosas, pero en una de las clases de preparación, don Darío nos contó lo que son los pecados veniales y los pecados mortales.
Pecados. Mortales.
De esos que cometes y si no los lavas con expiaciones y lágrimas y no me acuerdo bien qué tanto más, llegas al Juicio Final con tu ropa blanca manchada de una porquería inmunda que no se puede quitar. Y no me acuerdo más porque toda la memoria de esa clase en específico, se concentra en la imagen de que, si cometes pecados mortales, al morir te vas directo, de cabeza y sin tocar baranda al Infierno, el Gehena ardiente, donde hay llanto y crujir de dientes, y ardes y estás alejado de la Presencia por todo el resto de la eternidad.
Esto me lo dijo don Darío cuando yo tenía ocho años de edad.
No sé si para estos tiempos decirle eso a un niño ya sea considerado abuso infantil, pero si lo someten a votación, desde luego que yo estaría a favor de clasificarlo de esa manera. Tampoco estoy muy enterado de cómo está recientemente la logística del Más Allá, pero he escuchado que el Infierno ha recibido algunas remodelaciones y que el Limbo o el Purgatorio o ambos fueron dados de baja por medio de una encíclica u otra. Cancelé la suscripción a la Gaceta Vaticana hace un tiempo, así que tendría que preguntarle a algún amigo católico que esté al tanto de las reformas a la burocracia de ultratumba. Lo cual desde luego no haré.
El caso es que llegó el día de la Primera Comunión y el protocolo indicaba que debíamos confesarnos, acto del cual yo tenía una idea bastante nebulosa porque nunca lo había hecho. Pero, ¿qué tan difícil podía ser?
Así que ahí estaba, junto con mis compañeros, vestidos de ropón blanco, con un rosario colgado del pescuezo y haciendo fila frente a una puerta. Un compañero entraba, salía, iba y se arrodillaba en una banca, juntaba las manos y cerraba los ojos. OK, dije, esto es fácil.
Llegó mi turno. Entré por la puerta y pasé a un salón que me pareció inmenso. En mitad del salón estaba un sacerdote que no conocía, sentado en una silla y con otra silla más pequeña frente a él. Me indicó que me sentara.
Lo estoy viendo: un hombre inmenso, gordo, con doble papada, con cara severa y lentes gruesos, con cabello corto y rizado, y la frente sudorosa. Me miró fijamente cuando me senté y me dijo con una voz que ahorita mismo estoy oyendo en mi cabeza:
"Dime tus pecados."
No sólo recuerdo hasta el último poro de su piel y el olor de ese salón; recuerdo a la perfección el terror absoluto que sentí al escuchar esas palabras, el sentir cómo la sangre se me bajaba a los pies y el sudor frío bajar por mi espalda.
Mis pecados. Mortales.
No sé cuánto tiempo pasó: no pueden haber sido más de cinco ó diez segundos, pero el sacerdote, viendo a ese pobre niño congelado y aterrado, suspiró y me puso la mano en el hombro, diciendo, “Vete y reza un Padre Nuestro.”
Esa fue la única confesión de mi vida.
**
Fast Forward 40 años.
Tengo una oficina en China, en la que trabajan 13 personas. Rachel es una de ellas, una chica hermosa de 20 años que está a punto de graduarse: estudia inglés y español en la Universidad de Lenguas Extranjeras de Hangzhou. Su nombre en chino es Ruiqi (se pronuncia algo así como “ruéi-chí”), así que escogió “Rachel” como su nombre en inglés.
Por el momento Rachel es becaria de medio tiempo; hace traducciones, se encarga de la logística de las delegaciones que nos visitan cada dos por tres, y es niñera ocasional de los científicos que tienen que viajar o renovar sus visas.
La adoro, pero no por ser excelente y responsable en su trabajo; todas mis asistentes son así.
El otro día tenía que asistir a un evento organizado por el gobierno local, y Rachel me iba a acompañar; nos subimos al carro y nos pusimos a platicar porque el trayecto iba a ser largo. La plática llegó, por alguna razón, a los parques de Disneylandia que hay en China, que son dos: el de Hong Kong (2005) y el de Shanghai (2016). Le pregunté si había visitado alguno y me dijo que no, que sólo una vez había estado a punto de visitar el de Hong Kong.
Rachel tenía cinco años cuando se abrió Disneylandia Hong Kong. Por supuesto era la locura, todo mundo quería ir y había lista de espera de semanas para conseguir boletos. Un tío suyo, a quien alguien le debía un favor, consiguió entradas para el lugar y como él mismo no tenía niños, le dijo a Rachel que la podía llevar. Ella se rehusó porque no quería ir sin su mamá, quien a la vez no podía ir porque estaba ocupada; así que el pobre tío tuvo que regalar los boletos a alguien más.
Rachel terminó la historia y agregó, “Creo que es lo peor que he hecho en mi vida.” Cuando la escuché decir eso me empecé a reír, pero ella me vio seria y me dijo, “No estoy bromeando, aún hoy me siento culpable de haber hecho sentir así de mal a mi tío.”
La. Amo.
Con un corazón así, ¿necesitará confesarse?

   

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