sábado, 10 de mayo de 2014

Leonardo Daniel y unos tenis



Jenny deMarco

En 1987, cuando estudiaba en el Tec de Monterrey, audicioné para tocar la guitarra en el departamento de Difusión Cultural, con apenas un par de años de haber agarrado una guitarra por primera vez. Es maravillosa la ignorancia y la incapacidad para contextualizar las propias fuerzas, cuando se tiene 17 años.

El legendario Pony González, el músico más surrealista y divertido de la historia del universo, era el director musical en ese entonces y era quien estaba juzgando a los que íbamos a audicionar. Quisiera decir que lo impresioné con mi talento pero la verdad es que hubo dos cosas a mi favor; la primera es que por alguna afortunada coincidencia fui en esa ocasión el único de los guitarristas que sabía leer partituras. La segunda es que iba ampliamente (y un tanto injustificadamente) recomendado por Óscar Elizondo, una persona con tres cualidades cruciales: ser el mejor pianista de la historia (verán que hoy ando un poco dado a la hipérbole), estar ya tocando en Difusión Cultural, y la más importante: ser mi amigo. Así que el Pony se tuvo que conformar conmigo.

Con las años llegué a participar en un montón de espectáculos como guitarrista, porque si había algo que sí sabía, era leer partituras. Y en menor grado, mantenerme al ritmo de las eternas fiestas etílicas de los músicos. Así que fueron cuatro años inolvidables, porque cuando uno toca en vivo suceden todo tipo de cosas extrañas.

Una de esas fue en 1988, cuando estábamos por estrenar el Réquiem al escritor Mauricio Magdaleno (1906-1986). Los réquiems eran espectáculos en los que se seleccionaban partes de la obra de un escritor y se presentaban en una mezcla de declamación y musicalización. Los declamadores siempre eran artistas famosos así que era una doble emoción conocer a gente como Ofelia Guilmáin ó Guadalupe Pineda. En esa ocasión, el artista invitado era Leonardo Daniel, que por aquél entonces era el galanazo de moda y salía en una de tantas novelas infames, llamada Rosa Salvaje.

La única foto que hallé de ese entonces.

La cosa es que estaba yo ahí casi preparado, a menos de una hora de que comenzara la función, y estaba en los camerinos junto con los demás músicos, vistiéndonos con los smokings que eran de rigor, cuando me di cuenta de que no había llevado mis zapatos de vestir. Horrorizado, bajé al vestíbulo a pedir un teléfono (no había celulares en aquellos tiempos cavernícolas) y hablarle a mi hermana que afortunadamente estaba en casa, para que me trajera los zapatos al teatro a como diera lugar.

Sudando frío, estaba yo ahí tras el escenario yendo y viniendo, vestido de smoking y con unos tenis blancos espantosos. Escuché con angustia infinita la primera llamada y en ese momento salió de su camerino Leonardo Daniel, que viéndome pálido, me preguntó qué pasaba. Le conté el predicamento y con cara de póker, tan sólo me respondió con un monosílabo y se retiró. Yo seguí viendo el reloj que está tras bambalinas y sintiendo mariposas en la panza.

Cuando oí la segunda llamada, estaba frenético, pero en ese momento sentí una palmada en el hombro y al voltear vi a Leonardo que había regresado, pero ahora él también traía puestos unos tenis con su smoking. Me dijo:

“¡OK, ya estamos listos los dos!”

Así con esa frase se me olvidó toda la angustia. Me aseguró que si mi hermana no llegaba a tiempo, él también saldría así al escenario. Lo bueno fue que no tuve que averiguar si lo decía en serio, porque en ese momento llegó mi hermana.

Después de la función, por supuesto que todos nos acercábamos a que el artista invitado nos firmara el programa. De toda la gente que conocí,  tan sólo pedí dos autógrafos (el otro fue a Guadalupe Pineda). Y el programa que firmó Leonardo, que aún conservo en un arcón polvoso, dice:

“Para Alfonso. Con toda la angustia por tus zapatos.”




VIDEO DEL DÍA

El Imaginario del Doctor Parnassus fue la última película que filmó Heath Ledger, ese James Dean del siglo 21 que se fue temprano dejando un puñado de actuaciones asombrosas. La película, del estrambótico Terry Gilliam (Brazil, Las Aventuras del Barón Munchhausen) es una maravilla de imaginación que desgraciadamente no tuvo mucho éxito en la taquilla.  Ledger había terminado de filmar las partes del ‘mundo real’ de la película pero murió antes de poder filmar las escenas en el mundo fantástico, de modo que en una afortunada decisión, los actores Jude Law, Colin Farrell y Johnny Depp llegaron a completar las partes faltantes, dando como resultado una historia aún más surrealista:



jueves, 8 de mayo de 2014

Úlceras y estupidez



Hans Holbein, 'Un Tonto Admirando sus Muñecos', ilustración para el 'Elogio de la Estulticia'



   ¿Es la úlcera un legado de la civilización?
   ¿Será que la estupidez no conoce la angustia?


Esa cita, que suena más filosófica que científica, aparece de hecho en un libro de Gastroenterología de 1958,  de los doctores Mario Rebolledo Lara y Pedro Alemán Muciño.

Este comentario acerca de úlceras gástricas, relacionadas por mucho tiempo con el estrés, va más allá de la mera observación técnica: la idea que subyace aquí es muy antigua y se refiere a la estupidez - o más bien la inocencia - como una forma de sabiduría, y a la erudición y el ingenio - en este caso la “civilización” - como fuente de angustia.

Erasmo de Rotterdam (1466-1536), en pleno Renacimiento, hizo una ácida crítica al concepto de ‘Sabiduría’  propuesto por el humanismo de su tiempo, y en su libro Elogio de la Estulticia (1511) hace hablar al Bufón como representante de una sabiduría más alta:

  “Obra mal el que no toma las cosas como vienen, el que se refugia en los libros y no baja a la calle a pasear, el que no quiere acordarse de aquella norma sabia de los banquetes: o bebes o te vas; también  el que pretende que la comedia no sea comedia.”

Esa extraña sabiduría y levedad del bufón tiene una larga historia en muchas culturas, y se dice que es “prerrogativa del necio decirle las verdades en su cara al poderoso”.  Un bello ejemplo en poesía es La Plegaria del Necio (The Fool’s Prayer), de Edward Rowland Sill (1841-1887), en donde un rey en plena fiesta de la corte, pide al bufón hacer una gracia. El bufón declama un largo poema, que termina diciendo:

  “No hay bálsamo sobre la Tierra para curar nuestros errores;
   los hombres coronan al bribón, y sólo castigan
   a la herramienta que empuñó; pero tú, oh Señor,
   ten misericordia de mí, que soy tan sólo un necio!”

Tras oír esta declamación y este insulto velado, la corte se queda en silencio y el rey se levanta para ir a caminar solo por sus jardines, pensando para sí, “¡Ten misericordia de mí, que soy un necio!”


Como precedente de esta tradición Occidental de admiración por la ‘sabia inocencia’ está, por supuesto, Mateo 18:3:

  “En verdad les digo que si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos.

Y yendo un poco más atrás, hasta el siglo VI a.C. y del otro lado del mundo, tenemos al ‘maestro tonto’ por excelencia: Lao Tse, que es representado sonriendo y en el lomo de un buey mientras se aleja entre la bruma del bullicio de la corte, mientras deja tras de sí sus palabras:

  No es posible abarcar todo el saber.
   Otros se enardecen y disfrutan,
   como en un festín donde se sacrifica a un buey,
   o como cuando se sube a una torre en primavera.

   Pero yo quedo impasible,
  como el recién nacido que aún no sabe sonreír.
   Como quien no sabe adónde dirigirse,
  como quien no tiene hogar.
  Otros viven en la abundancia, sólo yo parezco desprovisto.
   Mi espíritu es caótico, como el de un ignorante.
  Todo el mundo está esclarecido, pero yo estoy en tinieblas.
   Todo el mundo resulta penetrante, pero yo soy lento y torpe,
   como quien va a la deriva en alta mar.
   Todo el mundo tiene algo que hacer, pero yo soy un inútil.

(Tao Te Ching, Cap. 20)


Lo bueno es que hoy por lo menos sabemos que las úlceras no las provoca el estrés, sino una infección que puede ser tratada con antibióticos. 

Pero eso no le resta valor a la ‘venturosa locura’ de los músicos, poetas y locos, de los que todos tenemos un poco.


martes, 6 de mayo de 2014

Enemigos íntimos






Rousseau y Voltaire, esos dos gigantes del siglo XVIII, dieron ejemplos del respeto de la opinión ajena, de sus límites y de la fina línea que divide idealismo e hipocresía.

Jean-Jacques Rousseau (17121778) es un famoso pensador de la época de la Revolución Francesa, que influyó muchísimo en la filosofía de su tiempo y la de siglos siguientes. Entre sus obras, “Emilio, o La Educación” es una de las más importantes, y es precursora de movimientos como el Montessori, siendo una de las primeras en oponerse a la educación rígida e inflexible y proponiendo la libertad de exploración del niño. Uno podría pensar que semejante autor sería un padre excepcional. Y de hecho sí, si por “excepcional” entendemos  “alguien que abandona a sus hijos en el orfanato.” Porque eso es lo que hizo Rousseau con los CINCO hijos que le dio su pareja, Therese Levasseur. Los entrgó al orfanato.

Voltaire (16941778), que era enemigo jurado de Rousseau, lo denunció públicamente por abandonar a sus hijos a las puertas del orfanato, a lo que Rousseau increíblemente y de forma patética contestó que “nunca los había abandonado en la puerta, sino que los había llevado dentro.”

WOW.  Qué bestia, la verdad.

Ciertamente es difícil descalificar la obra completa de Rousseau, porque leída objetivamente, es revolucionaria y brillante, pero enterándose de estas cosas, no hay manera de evitar matizar bastante la admiración por el autor.

Y ahora pasemos a Voltaire, ese famosísimo librepensador a quien se le atribuye la frase de “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu libertad para decirlo.” De hecho él nunca escribió eso, sino su biógrafa Evelyn Beatrice Hall, pero bien la pudo haber dicho porque era un acérrimo enemigo de la censura de todo tipo. Bueno… de todo tipo EXCEPTO en contra de Rousseau.

Voltaire odiaba a Rousseau como ideólogo, y ya había escrito que su obra maestra, El Contrato Social, no era más que “un librito escrito por un antisocial.” Pero cuando Rousseau publicó su obra Cartas Escritas Desde la Montaña, a Voltaire le pareció tan mala e insidiosa que le dijo a uno de los aristócratas de la ciudad que había que quemarlo.

Sí, quemar un libro. Dicho por el campeón de la Libre Expresión. De hecho, Voltaire le escribió al miembro del Consejo de la Ciudad diciéndole que “… se le debe castigar con todo el peso de la ley… como a un subversivo que blasfema contra Jesucristo y que quiere destruir a su país disfrazado de ciudadano.”  Para ser justos, la parte de Jesucristo está escrita pensando en que el receptor de esas líneas era una persona muy religiosa; pero el resto es realmente alarmante viniendo de quien viene.


El caso es que hay un nivel muy alto de complejidad en las relaciones humanas, y las cosas que pensamos y decimos difícilmente son siempre absolutas: podemos pensar que respetamos un principio, pero las diferentes situaciones nos pueden hacer ver que las palabras muchas veces no son adecuadas para dar vestido a nuestras ideas. A veces hay que tener el valor de decir “esto es una estupidez”; a veces hay que hacer espacio para la flexibilidad de un “excepto cuando…”; a veces hay que optar por el silencio. Y en toda ocasión, hay que ver cómo se relacionan las cosas que creemos con las que expresamos en palabras o en acciones.