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jueves, 10 de diciembre de 2020

Religión y política: los consejos de mi padre

 

Mi papá era hombre de pocas palabras. Gente diántes. Eso puede parecer desventajoso para la comunicación, pero por otro lado, lo bueno es que me acuerdo de todas sus palabras.

Él no daba consejos salvo muy, pero muy rara vez y hoy les comparto los tres consejos que me dio acerca de tres temas espinosos. En su mismo estilo, lo hago con pocas palabras, recordadas y transmitidas tal cual:

RELIGIÓN

Ve a misa si quieres, pero nunca le beses la mano a un cura.

POLÍTICA

Todos se tapan con la misma cobija.

PRIORIDADES

Tú estudia las matemáticas y a los rezos no les hagas tanto caso.

 

   

jueves, 26 de diciembre de 2019

Confesiones


Para Rachel

Lo recuerdo como si fuera ayer. Hay cosas que se te meten en la memoria como un hierro ardiente y que nunca van a dejarte.
Durante dos semanas, don Darío nos había estado dando clases especiales para la próxima ceremonia de Primera Comunión; yo estaba en cuarto de primaria y tenía ocho años porque en aquel entonces se podía meter a un niño a primaria a cualquier edad en que ya no te soportaran en tu casa.
El caso es que estaba yo en escuela católica (marista) y don Darío era un señor mayor todo bueno, que nos daba la clase de Moral. A mí me caía bien don Darío; una vez me rompí la crisma en el recreo y él fue el que me puso agua oxigenada en las heridas. Era una buena persona.
Pero esa clase de Moral, por el amor de Cristo.
Quizá es que era yo demasiado chico para estar escuchando historias de terror, o quizá era un niño demasiado impresionable; probablemente eran ambas cosas, pero en una de las clases de preparación, don Darío nos contó lo que son los pecados veniales y los pecados mortales.
Pecados. Mortales.
De esos que cometes y si no los lavas con expiaciones y lágrimas y no me acuerdo bien qué tanto más, llegas al Juicio Final con tu ropa blanca manchada de una porquería inmunda que no se puede quitar. Y no me acuerdo más porque toda la memoria de esa clase en específico, se concentra en la imagen de que, si cometes pecados mortales, al morir te vas directo, de cabeza y sin tocar baranda al Infierno, el Gehena ardiente, donde hay llanto y crujir de dientes, y ardes y estás alejado de la Presencia por todo el resto de la eternidad.
Esto me lo dijo don Darío cuando yo tenía ocho años de edad.
No sé si para estos tiempos decirle eso a un niño ya sea considerado abuso infantil, pero si lo someten a votación, desde luego que yo estaría a favor de clasificarlo de esa manera. Tampoco estoy muy enterado de cómo está recientemente la logística del Más Allá, pero he escuchado que el Infierno ha recibido algunas remodelaciones y que el Limbo o el Purgatorio o ambos fueron dados de baja por medio de una encíclica u otra. Cancelé la suscripción a la Gaceta Vaticana hace un tiempo, así que tendría que preguntarle a algún amigo católico que esté al tanto de las reformas a la burocracia de ultratumba. Lo cual desde luego no haré.
El caso es que llegó el día de la Primera Comunión y el protocolo indicaba que debíamos confesarnos, acto del cual yo tenía una idea bastante nebulosa porque nunca lo había hecho. Pero, ¿qué tan difícil podía ser?
Así que ahí estaba, junto con mis compañeros, vestidos de ropón blanco, con un rosario colgado del pescuezo y haciendo fila frente a una puerta. Un compañero entraba, salía, iba y se arrodillaba en una banca, juntaba las manos y cerraba los ojos. OK, dije, esto es fácil.
Llegó mi turno. Entré por la puerta y pasé a un salón que me pareció inmenso. En mitad del salón estaba un sacerdote que no conocía, sentado en una silla y con otra silla más pequeña frente a él. Me indicó que me sentara.
Lo estoy viendo: un hombre inmenso, gordo, con doble papada, con cara severa y lentes gruesos, con cabello corto y rizado, y la frente sudorosa. Me miró fijamente cuando me senté y me dijo con una voz que ahorita mismo estoy oyendo en mi cabeza:
"Dime tus pecados."
No sólo recuerdo hasta el último poro de su piel y el olor de ese salón; recuerdo a la perfección el terror absoluto que sentí al escuchar esas palabras, el sentir cómo la sangre se me bajaba a los pies y el sudor frío bajar por mi espalda.
Mis pecados. Mortales.
No sé cuánto tiempo pasó: no pueden haber sido más de cinco ó diez segundos, pero el sacerdote, viendo a ese pobre niño congelado y aterrado, suspiró y me puso la mano en el hombro, diciendo, “Vete y reza un Padre Nuestro.”
Esa fue la única confesión de mi vida.
**
Fast Forward 40 años.
Tengo una oficina en China, en la que trabajan 13 personas. Rachel es una de ellas, una chica hermosa de 20 años que está a punto de graduarse: estudia inglés y español en la Universidad de Lenguas Extranjeras de Hangzhou. Su nombre en chino es Ruiqi (se pronuncia algo así como “ruéi-chí”), así que escogió “Rachel” como su nombre en inglés.
Por el momento Rachel es becaria de medio tiempo; hace traducciones, se encarga de la logística de las delegaciones que nos visitan cada dos por tres, y es niñera ocasional de los científicos que tienen que viajar o renovar sus visas.
La adoro, pero no por ser excelente y responsable en su trabajo; todas mis asistentes son así.
El otro día tenía que asistir a un evento organizado por el gobierno local, y Rachel me iba a acompañar; nos subimos al carro y nos pusimos a platicar porque el trayecto iba a ser largo. La plática llegó, por alguna razón, a los parques de Disneylandia que hay en China, que son dos: el de Hong Kong (2005) y el de Shanghai (2016). Le pregunté si había visitado alguno y me dijo que no, que sólo una vez había estado a punto de visitar el de Hong Kong.
Rachel tenía cinco años cuando se abrió Disneylandia Hong Kong. Por supuesto era la locura, todo mundo quería ir y había lista de espera de semanas para conseguir boletos. Un tío suyo, a quien alguien le debía un favor, consiguió entradas para el lugar y como él mismo no tenía niños, le dijo a Rachel que la podía llevar. Ella se rehusó porque no quería ir sin su mamá, quien a la vez no podía ir porque estaba ocupada; así que el pobre tío tuvo que regalar los boletos a alguien más.
Rachel terminó la historia y agregó, “Creo que es lo peor que he hecho en mi vida.” Cuando la escuché decir eso me empecé a reír, pero ella me vio seria y me dijo, “No estoy bromeando, aún hoy me siento culpable de haber hecho sentir así de mal a mi tío.”
La. Amo.
Con un corazón así, ¿necesitará confesarse?

   

jueves, 19 de diciembre de 2019

Una inolvidable Navidad judía

Para Yaron y Rebeca


Ah, las historias de mis padres y el olor de su cocina. Esa sola imagen contiene toda la nostalgia del mundo. Vivir lejos del hogar es cosa dura, y por supuesto que se acentúa en las fechas con significado especial.
Pero las primeras dos Navidades que pasé en China no fueron melancólicas: aún estaba yo en esa fase de maravilla y de descubrimiento que nos embarga al estar en un mundo nuevo y extraño.
Ahora bien, a quienes me conocen y saben que no soy particularmente religioso les parecerá curiosa esta cosa de hablar con tanto cariño de la Navidad, pero no hay misterio alguno. Es una época del año que recuerdo con amor al pensar en mi infancia, pues lo que recuerdo es el ambiente general de alegría y comunión familiar, mucho antes de haber aprendido qué era la religión. Yo no sabía aún cómo la religión se relacionaba con esos días de regalos y risas y aromas maravillosos, y aún estaban muy lejos los días en que tendría que lidiar con mis propias dudas y empezara a buscar significados diferentes a los que me enseñaron. Pero de esto no se hable más.
Mi primera Navidad en China la pasé en el pequeño pueblo de Dongyang, en la Escuela Preparatoria Zhongtian, donde vivía y daba clase de inglés. Por supuesto que ahí nadie celebraba esta fecha, pero como veían que su pobre profe estaba tan lejos de casa, mis colegas compraron un hermoso árbol navideño de algo así como 70 centímetros de alto. Este árbol lo pusieron en el salón de música y lo decoraron entre ellos y doce alumnos de la escuela —de los casi mil que se ofrecieron— para que me pudieran hacer una celebración apropiada. Fue algo para derretir el corazón, con mucha comida china, villancicos cantados con un acento ininteligible, y una coreografía inexplicable de una canción que estaba de moda en aquel entonces: Rabbit Dance, algo así como una Macarena china.
La segunda Navidad también fue buena. Para ese entonces me había cambiado a vivir a Hangzhou, una ciudad grande y con una comunidad de extranjeros muy nutrida. Cada fin de semana muchos nos reuníamos para comer o jugar volleyball, de modo que la Navidad era un evento en el que podíamos reunir a más de cien personas de todos los continentes.
El problema vino en la tercera Navidad.
Para entonces ya estaba yo bien establecido, con una vida más o menos hecha, y la sensación de constante descubrimiento ya menguaba. Ese año en particular, por alguna extraña alineación de los astros, mi Navidad iba a ser muy solitaria: nadie iba a estar ahí en esas fechas. Casi todos mis amigos habían llegado a China más o menos al mismo tiempo que yo, tres años después ya no eran estudiantes sin dinero, tenían buenos trabajos y se iban a ir a sus países. En mi caso, yo había estado en México en octubre y recién estaba regresando así que no había hecho plan de salir de nuevo en Navidad; de modo que parecía que iba a pasar esta fecha solo y mi alma. Claro que podía hablarle a unos cuantos amigos chinos, pero el 24 iba a caer entre semana y sabía que sólo tendrían oportunidad de una cena temprano. Esos días me estaba sintiendo miserable ante tal prospecto y así se lo dije a Yaron.
Resulta que Yaron y Rebeca eran una bendición en mi vida. Eran una pareja judía a quienes visitaba con frecuencia y a quienes amaba entrañablemente por muchas razones. Siempre encontraban las mejores casas para vivir y a mí siempre me encantaba estar con ellos disfrutando de conversaciones tan divertidas como inteligentes, hasta altas horas de la madrugada. Una vez rentaron un departamento al lado del mejor restaurante de cordero de la ciudad, y después de comer a reventar, regresábamos para ver cómo Yaron presumía sus habilidades en danzas tradicionales, escuchar a Rebeca hablar de educación en China, y ver videos clásicos de Monty Python.
Yaron era un alma gemela en esto de la conversación. Tenía el rango más amplio de temas de interés que he visto en mi vida y de todos hablaba con soltura y gracia. Seguido íbamos a un restaurante japonés donde pasábamos horas hablando de tecnología, el Viejo Testamento, música online, el sistema financiero global, acentos graciosos y lo que le quieras sumar.
Creo que el encontrar un alma gemela para platicar es una de las más grandes suertes y placeres de los que podemos gozar.
Pues fue en una de estas sesiones extendidas de conversación con Yaron, que le dije lo deprimido que estaba ante la idea de pasar una Navidad tan solitaria. En una pausa en la que nos servían más platos, le marcó a Rebeca y a otra pareja judía que vivía en la ciudad. Tras unos minutos de hablar en yiddish, me dijo que pasara la Nochebuena con ellos.
Claro que me deshice en agradecimientos con él; por lo menos podría estar con extranjeros en Navidad, aunque estos extranjeros en particular no la celebraran para nada. Pero me aguardaba una sorpresa.
Esta cena no fue una cena tipo “pídete una pizza y vamos a hacerle compañía a este pobre fulano.” Yaron y Rebeca, y la otra pareja judía, me regalaron una de las navidades más memorables de mi vida. Literalmente lo único que no hicieron fue poner un pino gigante en medio de la sala, pero se pasaron la tarde entera cocinando recetas tradicionales de Hanukkah, lo cual es exactamente tan laborioso como las sesiones de cocina que hacía en casa de mis padres el día 24.
Mi papá y yo nos metíamos temprano a la cocina, de la que prácticamente nos adueñábamos el resto del día, preparando cantidades industriales de comida acompañados de cantidades industriales de vino y de risa, mientras mi hermana y mi mamá iban y venían, uniéndose a las labores de la estufa, pero más a las de la risa.
Todo esto y más se me agolpó en la cabeza mientras pasábamos la tarde y me contaban cómo habían hecho el pan challah, de la salsa que se le pone a las latkas y de por qué no debes de decirle latkas sino livivot. Comimos como si no hubiera un mañana, como uno hace, y brindamos por nosotros y por la Navidad, y se me cerró la garganta y traté de no derramar lágrimas sobre esa deliciosa comida kosher.
Diecisiete años han pasado desde esa Navidad judía, que mantengo en mi memoria como oro en paño. Yaron y Rebeca volvieron a Israel y yo me quedé sin mi alma gemela para conversar. Estos días seguramente hablaríamos mucho más de niños y escuelas, pero estoy seguro de que haríamos espacio para algunas citas de Monty Python y para discutir cómo las gaitas escocesas son diferentes de las gallegas.
Feliz Navidad.