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viernes, 4 de octubre de 2024

El héroe y la fantasía

 


La maravillosa Ursula K. LeGuin (1929-2018), famosa por sus novelas de ciencia ficción especulativa, también escribió una hermosa serie de libros de fantasía con magos, dragones y tierras exóticas. Sin embargo la primera historia que hizo, A Wizard of Earthsea (1968), en donde construye su mundo, fue un encargo de sus editores. Ella al principio no quería tomarlo, aventurándose en un estilo que hoy llamamos “young adult” (YA) que no le era familiar y del que además criticaba su narrativa altamente formulaica.

Sin embargo cedió ante la insistencia y creó el mundo de Earthsea, un archipiélago en donde la magia y lo sobrenatural están siempre presentes, pero las historias son íntimas y humanas, dejando de lado las épicas comunes de este tipo de libros.

Años después, en un comentario a una edición completa de las historias de Earthsea, doña Ursula habló de lo que la motivó a aceptar ese primer encargo y trastocar el género. Para empezar, casi todos sus héroes son de piel morena y oscura, y esto fue un problema desde el principio porque por varios años ninguna editorial se atrevió a poner a un personaje así en la portada, disfrazándolo o haciéndolo perderse entre imágenes de castillos, magos y dragones. Cuando por fin salió una portada poniendo en primer plano al mago Sparrowhawk de Gont, ilustrado con piel bronceada por Ruth Robbins, ella dijo que esa “era la primera portada verdadera”.

Pero hay mucho más en lo que hizo, y aquí está su comentario acerca de cómo se acercó al oficio de la fantasía, y sus reflexiones acerca de las razones y las esencias mismas que se agazapaban detrás del género en su tiempo:

“Mi cuento tomó su propia dirección, dejando de lado la tradición de qué es lo que hace a héroes y villanos. Los cuentos de héroes normalmente colocan a un héroe justo frente a un villano malvado, en una guerra que el primero casi siempre gana. Esta convención es tan común que es algo que se da por hecho: por supuesto que la fantasía heroica se trata de buenos y malos en esa eterna Guerra del Bien Contra el Mal.

“Pero en Earthsea no hay guerras. No hay soldados ni ejércitos ni batallas. No hay nada de ese militarismo heredado del ciclo artúrico y que para hoy es casi obligatorio, dada la ubicuidad de juegos de guerra en la fantasía.

“Mi mente no funciona en términos de guerra; mi imaginación se rehúsa a meter por la fuerza a un campo de batalla todos los elementos que hacen una historia interesante: el peligro, el riesgo, el reto, el valor. No encuentro interés alguno en un héroe cuyo heroísmo se reduce a matar enemigos, y detesto las orgías bélicas de nuestros modernos medios visuales: la matanza mecánica de incontables batallones de demonios vestidos de negro, con dientes amarillos y ojos rojos.

“La guerra como metáfora moral es limitada, limitante y peligrosa. Si reduces las posibles acciones a un simple “guerra contra...” cualquiera que sea la cosa, estás creando una división del mundo entre Nosotros (los buenos) y Ellos (los malos) y reduces la complejidad ética y la riqueza moral de la vida a una simple dicotomía de Sí/No; un interruptor de Encendido/Apagado.

“Esto es pueril, engañoso y degradante. En un cuento, esta actitud evade cualquier solución que no sea la violencia, y no ofrece al lector otra cosa que explicaciones infantiles. Con frecuencia el héroe de esos cuentos se comporta de manera indistinguible del villano, actuando con violencia irreflexiva. Pero como él se encuentra “del lado correcto”, será él quien prevalezca. La narrativa es que la razón le da la fuerza, pero es más bien que la fuerza le da la razón, cuando lo único que hay en la mesa es la guerra. Por eso no juego esos juegos.

“En A Wizard of Earthsea, el mago Ged debe primero saber qué es su enemigo real, debe encontrar qué significa ser él mismo. Y esto requiere no de una guerra sino de una búsqueda, de descubrimiento. Tal búsqueda lo lleva a través de peligros, pérdida y sufrimiento, pero su victoria no es la victoria del final de una batalla, sino del principio de una vida nueva.”

 

 

lunes, 15 de noviembre de 2021

Satán, la risa y la guerra

 

En su novela corta, El Forastero Misterioso (The Mysterious Stranger, 1916), Mark Twain hace que tres adolescentes en la supersticiosa Austria del siglo XVI de repente conozcan en una excursión al bosque, a un joven apuesto e interminablemente entretenido. Este joven es ni más ni menos que Satán, aunque él dice que el ángel caído es “su tío”.  

 

Satán les toma una especie de cariño, aunque para él la humanidad es casi como bacterias, intrascendente y afectada de un terrible caso de “moralidad” que la empuja a hacer tonterías de forma constante. Bajo la mirada del ángel, nuestra sabiduría, nuestra ciencia y nuestros más altos logros no merecen ni siquiera su desdén, de lo bajos y primitivos que son. Pero entre toda esa miseria, hay algo que le llama la atención:

 

¿Vendrá ún día en que reconozcan la inmadurez de las cosas que aprecian y, riendo, las destruyan? Vuestra raza, dentro de su pobreza, posee incuestionablemente un arma eficaz: la risa. El poder, el dinero, la persuasión, las súplicas, la persecución...  todas esas cosas pueden ir creciendo o decreciendo, siglo tras siglo; pero únicamente la risa es capaz de hacer volar todo de golpe por los aires. Nada puede resistir al asalto de la risa. Os pasáis la vida armando revuelo y peleando con las demás armas de que disponéis. ¿Empleáis ésta alguna vez? No; la dejáis enmohecer. ¿La empleáis alguna vez en vuestra totalidad de raza? No; os falta buen sentido y valor.

 

La risa: esa forma de reconocer el absurdo y destruirlo en un momento de claridad, es lo que llama la atención del ángel.

 

En otro pasaje, Satán se pone a expicarle a Teodoro, uno de los tres chicos, acerca de cómo ve la guerra o más bien, las eternas justificaciones que damos de ella:

 

Jamás hubo una guerra justa, jamás hubo una guerra honrosa, por parte de su instigador. Yo miro en lontananza: un millón de años en el futuro, y esta norma no se alterará ni siquiera en media docena de casos. Un puñado de vociferadores, como siempre pedirá a gritos la guerra. Al principio, con cautela y precaución, se pondrán dificultades; la gran masa enorme y torpe, se restregará los ojos adormilados y se esforzará por descubrir por qué tiene que haber guerra, y dirá, con ansiedad e indignación: «Es una cosa injusta y deshonrosa, y no hay necesidad de que la haya». Pero el puñado vociferará con mayor fuerza todavía. En el bando contrario, unos pocos hombres bienintencionados argüirán y razonarán contra la guerra valiéndose del discurso y de la pluma, y al principio habrá quien los escuche y quien los aplauda; pero eso no durará mucho. Los otros ahogarán sus voces con vociferaciones y el auditorio enemigo de la guerra se irá raleando y perdiendo popularidad. Antes que pase mucho tiempo verás este hecho curioso: los oradores serán echados de las tribunas a pedradas, y la libertad de expresión se verá ahogada por unas hordas de hombres furiosos que allá en sus corazones seguirán siendo de la misma opinión que los oradores apedreados, pero que no se atreven a decirlo. Y, de pronto la nación entera recoge el grito de guerra y vocifera hasta enronquecer y lanza a las turbas contra cualquier hombre honrado que se atreva a abrir la boca; y finalmente, esas bocas acaban por cerrarse. Acto seguido, los estadistas inventarán mentiras de baja estofa, arrojando culpas sobre la nación agredida y todo el mundo acogerá con alegría esas falsedades para tranquilizar la conciencia, las estudiará con empeño y se negará a examinar cualquier refutación que se haga de las mismas. De esa manera se irán convenciendo poco a poco de que la guerra es justa y darán gracias a Dios por poder dormir más tranquilos tras ese proceso de grotesco engaño de sí mismos.

 

Aplica tanto a la guerra como a cualquier rendición de la conciencia ante una maldad: la injusticia, la opresión, la tiranía. Las mentiras que inventamos para no ver la realidad y tranquilizar, o más bien anestesiar, nuestras conciencias. 

 

Poco podemos ocultar a la vista del ángel. Poco podemos ofrecer como argumento en contra.