martes, 26 de marzo de 2013

La historia de Tommy Zhu



Para Tommy

En el pequeño pueblo de Dongyang fue donde pasé mi primer año en China, como profesor de inglés en la Secundaria de Lenguas Extranjeras y en la Preparatoria Zhong Tian. Fue un periodo difícil pero que no cambiaría por nada: fue el periodo de adaptación a China, en el que forjé las primeras y algunas de las más duraderas amistades en este país, y donde tuve la oportunidad de ver día con día la forma en que los niños y jóvenes chinos forman su manera de ver el mundo. En este tiempo tuve más de 1500 alumnos de 11 a 18 años, de muy diversas extracciones socioeconómicas.

Uno de esos alumnos fue Tommy Zhu, un jovencito vivaracho en su segundo año de preparatoria. Como yo apenas estaba dando mis primeros pasos en el idioma chino, tan sólo pude aprenderme el nombre que él había escogido en inglés. Además, sabía que sus compañeros le apodaban Zhu Bajie, en referencia al famoso héroe con cara de cerdo que acompaña al Rey Mono en sus aventuras en busca de las escrituras budistas. No era un apodo muy halagador, pero Tommy llevaba todas las cosas con un buen humor perenne.

De familia pobre, estudiaba con una beca que la escuela le había ofrecido. Lo recuerdo siempre desaliñado, siempre sonriente y siempre dedicado a los estudios. Unas cuantas veces él y otros de sus compañeros organizaron picnics para su profesor extranjero, visitando montañas y templos cercanos, por lo que forjamos una relación cercana. 

Un día me enteré de que, a pesar de las protestas de la escuela, su padre había decidido sacarlo para que fuera a ayudarle en el negocio familiar de reparación de aparatos eléctricos, pues la situación económica era difícil. Tommy estaba desconsolado, pero entendía la decisión y la acataría. Desde luego, muchos de los profesores lamentábamos la pérdida.

Al día siguiente me encontraba caminando en el campo de deportes de la escuela en compañía de Emily, una de mis colegas chinas también maestra de inglés de sólo 22 años. Su primera opción no había sido ser profesora, pero así habían resultado las cosas y le resultaba difícil el día a día de la pesada actividad docente. Se preguntaba qué objeto tenía para ella ser maestra, qué podía aportar a los alumnos, qué podía ella aprender de todo eso.

Estábamos discutiendo esas cosas cuando llegó corriendo Tommy con una manzana en cada mano, que me ofreció con una reverencia tradicional al tiempo que me decía estas palabras: “¡Maestro, estas dos pobres manzanas son para darle las gracias por todo lo que me enseñó! Le prometo que aunque no pueda seguir en la escuela, voy a conseguir más libros, voy a estudiar por las noches, todas las noches, y un día voy a hablar inglés tan bien como usted. Se lo prometo.”

Dicho esto, esperó para verme morder una de las manzanas, me sonrió con esa sonrisa suya, amplia y de dientes manchados por el agua contaminada de las regiones más pobres de China, y se fue. Emily y yo nos quedamos ahí, viéndolo alejarse, y luego caminamos en silencio con un nudo en la garganta, rumbo al edifico de profesores. Emily nunca se volvió a quejar de su trabajo. Más tarde consiguió su cambio a una empresa manufacturera, con un puesto que había deseado por algún tiempo, pero siempre refiere su experiencia como profesora como la más valiosa de su vida.

Yo nunca volví a ver a Tommy. Pero sí volví a conocer a muchos otros alumnos con ese mismo deseo suyo, de aprender y de no permitir que nada los detenga incluso en condiciones tan adversas como la suya o más. Él me mostró una estampa que no era excepción sino regla. Esa es la importancia tradicional que tiene la idea de la educación en China.

Sé que en algún lugar de Dongyang hay un electricista que habla inglés y que quizá haya encontrado ya nuevos horizontes. No sé qué tanto me recuerde él, pero yo nunca olvidaré sus manzanas.


Año nuevo 2001 con el grupo de Tommy, que apenas puede estirar el cuello para salir en la foto (centro, arriba).