miércoles, 15 de octubre de 2014

Experimentos en la calle (I)




Cada vez somos más cínicos, creo yo. Más escépticos de nuestro prójimo. Mucho debe tener que ver la imposible cantidad de información que nos bombardea y que lucha por nuestra atención, y claro que la forma más fácil de llamar la atención es con cosas que espanten. Así que el haber pasado de tres canales de TV y tres periódicos, a miles de canales, miles de publicaciones y millones de blogs que nos gritan desde todos lados, ha causado que nos griten con cosas más alarmantes. No podemos leer todo, así que tenemos que contentarnos con los encabezados más grandes y rojos, y con la opinión del enjambre que Google recoje y presenta como relevante. Y lo relevante es lo que nos excita: lo que necesita ser cada vez más estruendoso porque vamos como un drogadicto que ya no tiene el mismo high con la dosis de antes. ¿Hubo un asesinato?  Bah, ¡dame los detalles o no leo más! ¡Enséñame cada partícula de porquería para poder regodearme!  La actitud en sí misma no tiene nada de nuevo porque el ser humano siempre es el mismo, pero lo nuevo es que hoy es posible satisfacer y saturar cualquier clase de morbo, masivamente y de inmediato.

Así que colectivamente somos más cínicos, más pesimistas, porque esos gritos que demandan nuestros ojos y nuestros clicks nos muestran las horripilantes delicias de la depravación y nos esconden las cimas de generosidad que cuando los medios eran más limitados, gozaban de por lo menos más espacio, si bien puede ser debatible que gozaran de más demanda.

Pero la verdad es que no nos damos el crédito que merecemos. La constante exposición a esta información puede hacernos creer que cualquier actividad en la vida moderna es una invitación a ser robados, engañados, espiados, masacrados ó atacados por drones a control remoto. Y desde luego que tenemos todo tipo de problemas: los de siempre ­–hambre, guerra, pestes– y los nuevos que emergen a partir de nuestras modernas tecnologías y modos de vida; pero también también tenemos lo bueno, que son mayores expectativas de vida, menos mortandad infantil, medicina moderna, y otro largo etcétera.

Pero todo  eso es lo macro, de lo que quiero hablar es de lo personal. Seguimos siendo los mismos de siempre, sí, pero eso quiere decir que en lo general no somos bárbaros ni genocidas ni queremos conquistar el mundo. Cierto que el imperativo biológico de lucha y supervivencia no se elimina, pero también es cierto que con mucho esfuerzo hemos llegado a un punto en el que para un porcentaje de la humanidad más alto que en toda la historia es razonable aspirar a estar lo más tranquilo posible, disfrutar de un buen pedazo de pan y una cama cómoda, y si se puede, ayudar a quien se nos atraviesa.

Esto último es lo que le puede causar duda a nuestro moderno cinismo, pero yo estoy convencido de que así es. Soy un optimista de toda la vida y aunque acepto que somos un costal de contradicciones más bien salvajes, también creo en la capacidad de transformación y, en el lenguaje moderno de Douglas McGregor, me parece que con las condiciones adecuadas somos más cercanos a la Teoría Y que a la Teoría X del comportamiento; esto es, que somos cada vez menos brutos. Yo creo que mi lector estará de acuerdo; para comprobarlo no se necesita más que ejercitar un poco la memoria y recordar las veces que un extraño nos ha ayudado, y dejar un poco de lado las noticias de los crímenes del día, que son noticias no por comunes sino por excepcionales.

Hace años de hecho me dediqué de manera más o menos formal a poner en práctica experimentos para comprobar mi convicción: cada fin de semana diseñaba alguna situación en la que forzosamente tenía que ver si la ayuda que necesitaba mi “personaje” en efecto la conseguía sin tener que pedirla. Esto se me ocurrió a partir de varias experiencias que tuve vagabundeando con una mochila por Europa, donde no era yo un personaje, y la ayuda que recibí fue tan inesperada como espontánea. Pero más de eso más adelante.

Primero que nada, cabe mencionar que durante todo ese periodo de experimentos, tenía yo el cabello largo y barba, y usaba ropa muy muy informal; parecía Cristo de rancho, pues. O sea que de entrada era una primera prueba para el potencial samaritano.

Dos experimentos que repetí mucho fueron el del Sordomudo y el del Extranjero. En el primero, me subía a un taxi o preguntaba alguna dirección, explicando ­–ya con una tarjetita o con una voz suficientemente practicada­– que no podía oir. En docenas de ocasiones siempre recibí ayuda mucho más allá de lo que normalmente podía esperar; incluso hubo quién me pedía un taxi y le explicaba al conductor él mismo a dónde tenía que llevarme. Quizá estos resultados no parezcan muy espectaculares, pero piense el lector un momento: muchas de nuestras sociedades han evolucionado para que esto sea la regla.

En el segundo experimento, me ponía a hablar el español con acento extranjero ­–algo indefinible entre portugués e italiano­–, me metía a restaurantes de comida mexicana y pedía cosas extremadamente caras, picantes o abundantes. Las reacciones fueron muy gratificantes, porque ni una sola vez los meseros me trajeron lo que pedía: me explicaban que eso no era adecuado y en algunas ocasiones hasta le hablaban a algún compañero ­–y una vez al gerente­– para que me dijeran en inglés que estaba pidiendo una burrada y me ayudaban a seleccionar algo mejor.

Pero eso no sale en las noticias.

  

VIDEO DEL DÍA


Muchos dicen que Ciudadano Kane es la mejor película de todas; otros, que Lo Que el Viento Se Llevó; otros más que Ben-Hur. Todos están locos. La mejor película del universo es Flash Gordon, de 1980. Extremadamente ridícula, colorida y estrambótica, es lo más divertido que hay en este mundo. Es tan tontamente graciosa que pusieron al actor sueco Max von Sydow maquillado como emperador chino para encarnar al Despiadado Ming; y a Brian Blessed ­–más conocido ­por ser un actor serio en dramas shakespereanos– como un rey buitre medio encuerado. ¡Hasta sale el “violinista en el tejado” como científico loco, y un 007 vestido de Peter Pan! ¿Necesito decirle más?

Pues no necesito pero de todos modos le voy a decir: la actriz italiana Mariangela Melato (qepd) es la General Kala, y se la pasa dando cátedra de cómo actuar ‘campy’. No me diga que no prefiere verla vestida de spandex negro y dándole latigazos a Ornella Muti, que tragarse los desplantes de Scarlett O’Hara:




1 comentario:

  1. EL VIDEO... de lo más alucinado! Y tu articulado de lo más común que hace de la reflexión un momento introspectivo...CUANTA AYUDA HEMOS RECIBIDO?

    saludos desde Paris...

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