“Charles Lamb, un devoto declarado del té, tocó la verdadera esencia del
Arte del Té cuando escribió que el placer más grande que conocía era el
realizar una buena acción a escondidas, y que ésta fuera descubierta por
accidente. Porque el Arte del Té es el arte de esconder la belleza para que
pueda ser encontrada, y de sugerir aquello que no es dado revelar. Es el noble
secreto de reír de uno mismo, calmada pero profundamente, y se convierte
entonces en el humor mismo, en la sonrisa de la filosofía. En este sentido,
todo humorista genuino puede ser llamado un filósofo del té. Es quizá en nuestro tiempo, en nuestra modesta contemplación de lo imperfecto, que Oriente y Occidente pueden reunirse en mutuo consuelo.
“Los taoístas relatan que en el gran principio, en el No-Principio, el
espíritu y la materia se encontraron en un combate a muerte. Al final el
Emperador Amarillo, el Señor del Cielo, triunfó sobre Shuyong, el demonio de la
oscuridad. Éste, en su agonía, golpeó su cabeza contra la bóveda celeste y
rompió el jade del cielo. Desconsolado, el Emperador Amarillo buscó quién
pudiera reparar los cielos. Su búsqueda no fue en vano. Del Mar Oriental se
alzó una reina, la divina Niu Wa, con una tiara en su cabeza y cola de dragón,
resplandeciente en su armadura de fuego. Tomó el arcoiris, lo fundió en su
caldero sagrado y reparó el cielo con él. Pero también se dice que Niu Wa se
olvidó de llenar dos pequeñas fisuras en el firmamento, y es entonces que
empezó la dualidad del amor —dos almas que viajan por el espacio sin descansar
jamás hasta encontrarse para completar el universo. Es por esto que
todos tienen que reconstruir su cielo de esperanza.
“El cielo de la moderna humanidad está de hecho resquebrajado una vez
más, en medio del ciclópeo esfuerzo por alcanzar la riqueza y el poder. El
mundo anda a tientas bajo la sombra del egoísmo y la vulgaridad. El
conocimiento es comprado a expensas de nuestra culpa, y la benevolencia se
practica sólo en base a su utilidad. Oriente y Occidente, como dos dragones
arrojados en un mar en fermentación, se afanan en vano para recobrar la joya de
la vida. Necesitamos a Niu Wa de nuevo para reparar esta gran devastación, y
esperamos quizá la aparición de un gran avatar.
“Pero mientras tanto, tomemos un sorbo de té. El brillo del atardecer
ilumina los bambúes, las fuentes cantan con alegría, y un sonido como el
murmullo de los pinos ya se escucha en la tetera. Soñemos con lo efímero, y
habitemos por un momento en la hermosa simpleza de las cosas.”
Como todos los buenos libros, El Libro del Té parece haber sido escrito
ayer, con nuestro mundo contemporáneo en mente. El extracto anterior es del primer
capítulo del libro, La Copa de la Humanidad, y fue escrito por el autor
japonés Kakuzo Okakura en 1906. Las mismas observaciones son hechas en todo tiempo por las mentes
claras, como más adelante, en su capítulo de Elogio de las Flores donde dice:
“Díganme, flores gentiles,
lágrimas de estrellas de pie en el jardín, meneando sus cabezas ante las abejas
que cantan del rocío y de los rayos de sol, díganme ¿están conscientes del aterrador
destino que las espera? Sueñen, regocíjense mientras puedan, en la suave brisa
del verano. Mañana, una mano despiadada se cerrará alrededor de sus cuellos.
Serán arrancadas, destrozadas parte a parte y arrebatadas de su hogar callado.”
pareciendo hacer eco de ese soneto del s. XVII en el que Sor Juana ve a
la rosa como el mismo ejemplo de efímero y sagrado gozo:
Rosa divina que en
gentil cultura
eres, con tu fragante
sutileza,
magisterio purpúreo
en la belleza,
enseñanza nevada a la
hermosura.
Amago de la humana arquitectura,
ejemplo de la vana
gentileza,
en cuyo ser unió
naturaleza
la cuna alegre y
triste sepultura.
¡Cuán altiva en tu pompa, presumida,
soberbia, el riesgo
de morir desdeñas,
y luego desmayada y
encogida,
de tu caduco ser das mustias señas,
con que con docta
muerte y necia vida,
viviendo engañas y
muriendo enseñas!
Me encantó
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