viernes, 3 de mayo de 2019

Así que, soy un racista


Sí, soy un racista, igual que Liam Neeson. Excepto que él es irlandés, mide como un metro y medio más que yo, y es muy sexy y es millonario.

Así que pensándolo bien, no soy para nada como Liam Neeson.

¿Quizá en el racismo? Bueno, veamos: hace poco, Mr. Neeson contó que una vez una amiga suya fue violada por un hombre negro. Él se enfureció tanto que cuenta que empezó a salir a la calle de noche, todas las noches por una semana y con una macana en la mano, “fantaseando con que algún negro lo retara, para matarlo.”

Bueno, pues no, tampoco me parezco a él en lo del racismo. Lo de él parece una reacción de dolor y frustración. Yo no lo conozco en persona pero su conducta pública siempre ha sido discreta y no me parece que un episodio así lo convierta en racista.

Yo, por otro lado…

…sí lo soy. O lo fui, por lo menos. Pero de una forma muy diferente: de una forma que es imposible no llamar racista. Veamos.

En México no es como en EEUU: allá la segregación racial fue siempre marcadísima, tanto con la gente originaria como con los esclavos negros. Hubo históricamente poca mezcla interracial y el racismo es más fácil de ver. En México, durante la Conquista y sobre todo la época colonial, los españoles no tenían empacho de cruzarse con todo lo que se moviera: pueblos originarios, esclavos africanos, asiáticos llegando al puerto de Acapulco desde las Filipinas, y todos los otros europeos llegando también a hacer fortuna. Así que se creó mucho más rápido un caldo mixto de etnias; al principio era más o menos sencillo, porque las combinaciones eran entre blanco, café y negro, y cada combinación tenía su nombre: criollo, mestizo, mulato. El problema fue que luego cada subgrupo de más y más combinaciones iba teniendo también su nombre, y la lista de definiciones se hizo larga y difícil de recordar, aún con términos tan estrambóticos como “saltapatrás”, “notentiendo” y “tente en el aire”.

El caso es que aún después de la época de castas y aceptando que esta mescolanza no tenía remedio, nos quedó un resabio de racismo, digamos light, pero tan insidioso como cualquiera.

La historia es larga y he hablado antes de ella, en cómo ha influenciado las imágenes y canciones que aprendemos en la infancia. El caso es que crecemos sabiendo que hay tres palabras racistas, pero dos de ellas son aceptadas y una no. Todos (o por lo menos todos los de mi edad, que son 50 añotes) tenemos algún amigo al que le decimos El Negro, y otro al que le decimos El Chino. De hecho son términos cariñosos: tenemos canciones y películas que usan esa palabra y decirle a alguien ¡hola negrita! de cariño, es algo perfectamente común.

Para los de mi edad.

La palabra que no podemos usar de ninguna manera es Indio. Esa es la prohibida. Fuera de personajes que la usan como nombre artístico (El IndioFernández, La India María, La India Yuridia), a nadie se nos ocurriría usar esa palabra para darle el apodo a un amigo. Así que tenemos una especie de racismo selectivo, en donde negros y chinos están más “integrados” en el lenguaje, pero “indio” no.

A lo que voy es que yo nací y crecí en una sociedad racista, aunque fuera light. Crecí aprendiendo a reír de chistes de negros y de jotos, así que además de racista, homofóbico. Esto para mí y para gente de mi edad, era lo normal y no me lo cuestionaba. No es un racismo entonces al estilo de los dueños de plantaciones, que veían a un hombre negro y simplemente no lo veían como un ser humano sino como una propiedad: pero es un racismo en el que sabes que es normal y permitido reírse cuando alguien empieza a decir “¿por qué los negros…?”

Para mi suerte hubo dos cosas que me sacudieron mis concepciones. La primera, fue una vez que mis papás, después de tres años de hacerme estudiar inglés, me enviaron un verano a Texas, a casa de unos amigos gringos (porque por supuesto que les decíamos gringos). En ese verano, estuve en un “Kids Club” que era como un campamento de verano para gente sin dinero, y fue ahí que conocí a Murphy.

Yo tenía 12 años y Murphy 16. Era un chico negro, muy alto y la persona más cool que había visto en mi vida. Como ya he contado antes, yo era un nerd y en ese club, lleno de pequeños vándalos que se la pasaban jugando billar, no encajé inmediatamente. Más bien me empezaron a hacer bullying los primeros días, diciéndome “Little beaner”.

Eso a Murphy no le sentó nada bien.

Siendo el chico más cool del barrio, un día que me decían así, se puso entre los bullies y yo, y les puso la regañada de sus vidas, que no terminé de entender bien porque su acento era fuerte y mi inglés no era bueno. Pero se hizo mi héroe, y a partir de ahí nos quedábamos tarde en una de las mesas de billar, él enseñándome cómo jugar.

Nunca volví a ver a Murphy después de ese verano, pero jamás lo he olvidado. Y todavía puedo hacer saltar la bola blanca sobre otra, así:

www.youtube.com/watch?v=hcMm1mU4S-8

La segunda cosa que me pasó fue antes, cuando tenía unos 8 años, y fue con un primo. Tenía yo tres primos, dos niños y una niña, que siempre venían a casa o nosotros los visitábamos. Uno de los niños era gay. En ese momento ni mi hermana ni yo entendíamos bien la cuestión pero sabíamos que otros niños se burlaban de él. En la primaria que fui, que era sólo de niños, me terminé enterando, por supuesto: mi primo era joto. Durante un tiempo tuve cierta ambivalencia hacia la situación: por un lado nos queríamos mucho y por el otro, sabía que lo aceptable era burlarme de él. Pero la ambivalencia desapareció de una vez y para siempre un día.

Un día en que su padre, un hombre muy a la antigua y además violento, lo golpeó. No sólo lo golpeó sino que lo hizo de forma salvaje. Y la razón no fue ninguna otra, que el hecho de que no podía aceptar a su hijo.

No quiero decir que estas dos experiencias me hicieron dejar de ser racista y homofóbico, no. Somos mucho más complicados que eso. Por una parte, aprendí conscientemente a dejar de lado esas dos ideas, pero por el otro, seguí inmerso en la cultura, de la que no es posible escapar. Así que si mis prejuicios explícitos fueron desapareciendo, me seguía riendo de un buen chiste de negros o de jotos. No lo podía evitar, había sido una cosa puesta en mi cerebro desde muy pequeño.

Más adelante, salí de México y tengo 20 años viviendo fuera. Las cosas cambian mucho cuando por fin cambian tus horizontes; se te abre la cabeza y no hay nada más valioso que convivir con gente que se ve, piensa y actúa diferente que tú, pero que sin embargo es tan entrañable como el vecino o el primo con quienes creciste.

Pero, como los alcohólicos de AA, que siempre se siguen diciendo “alcohólicos” por el resto de su vida aunque tengan 40 años sobrios, yo soy racista. Así fui criado y aunque lo repudié más tarde, pertenezco a esa generación todavía.

Yo tuve que aprender a no ser racista.

Pero mi niña, como muchos niños que nacen hoy en un mundo mucho más globalizado, con familias mixtas y viviendo en ciudades cosmopolitas, es otro cantar. Por primera vez en la historia, me parece, grandes cantidades de personas nacen y crecen como ella: entendiendo dos culturas, y viviendo en una ciudad en donde conocen y se relacionan diariamente con gente de todos los colores y sabores, que hablan todos los idiomas y tienen todas las creencias. Así son las ciudades grandes de China, como Shanghai y Beijing, o Hangzhou, que es donde vivo. Se relacionan con ellos de forma natural y no escuchan chistes de unos o de otros. Conoce en una cena de Navidad a un saxofonista de Costa de Marfil de nombre Arri, y se queda encantada con él. Vamos a una pizzería y como me veo un poco árabe, una mesa de personas de Jordania y Yemen nos invitan a comer con ellos, y queda encantada. Ve caricaturas japonesas y rusas, y amigos japoneses y rusos le enseñan un par de palabras, que a ella le fascina repetir, como lenguajes secretos.  Cada vez que se aprende el nombre de un país nuevo en el mapa, me pide que le cuente un cuento de ahí y me dice que quiere ir a verlo.

Ella no será racista, como su padre. Ella no tendrá que des-aprender una idea odiosa. Ellos serán mejores que nosotros.


    

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