He usado la bicicleta como medio principal de transporte por más años
que el coche. Para alguien nacido en Monterrey y pasados los cuarenta, esto es
bastante poco común. Pero debo decir que he vivido más de la tercera parte de
mi vida fuera de Monterrey, en España y China, así que eso ya hace más sentido.
Andar en bicicleta y lavar trastes son dos cosas que disfruto muchísimo,
porque ambas son de esas actividades mecánicas en las que no se requiere poner
toda la atención, y que en cambio - por lo menos a mí - me permiten ponerme a
pensar en otros temas. En muchísimas ocasiones he desarrollado alguna idea para
un artículo, para una pieza musical o para una clase mientras ando en bicicleta
o lavo una taza. Pero de las dos, prefiero la bici por mucho ya que el placer
no se acaba tan rápido y además puedo disfrutar los parques mientras me pongo a
divagar, por ejemplo, sobre las relaciones entre la poesía china y los
triángulos de Pitágoras. Es una libertad casi tan hermosa como la sensación de
volar en un sueño, pero más productiva.
Pero empecemos de más atrás. También, para un niño de clase media en
Monterrey, mi infancia fue poco usual en tanto que nunca aprendí a andar en
bici. De hecho, como buen nerd odiaba los deportes, excepto por alguna razón el
basquetbol, en el que igual era malísimo pero me disgustaba menos que el
omnipresente futbol. La primaria donde estaba por supuesto tenía canchas de
futbol, equipos de futbol, torneos, etc. a todo lo cual me resistía con un
ardor casi religioso. Pero claro que había veces que me obligaban a meterme a
correr de aquí para allá sin jamás siquiera acercarme al balón. A mi papá esto
no le preocupaba demasiado ya que él mismo detestaba el fútbol, y veía que un
pequeño nerd difícilmente iba a aprender a patear con chanfle.
En una de esas ocasiones en que el entrenador me dijo que TENÍA que
jugar, le expliqué que ni siquiera me sabía bien las reglas. Los compañeros
decidieron que me pusiera de portero. La regla es la más sencilla de todas: no
dejes que pase el balón. Así que ahí estaba yo en la portería, viendo a todos
corriendo y gritando con un desinterés infinito. Creo que mi equipo iba
ganando, porque pasó un largo tiempo y nadie se acercaba a mi portería. Así
que, aburrido a más no poder, me puse a inspeccionar unas formas muy curiosas
que la herrumbre había dibujado en uno de los postes. El lector puede
imaginarse lo que siguió…
EL GOL MÁS FÁCIL DE LA HISTORIA, por supuesto.
Ni siquiera escuché los gritos que se acercaban. Absorto como estaba con
el poste extrañamente decorado, de repente vi un balón entrando alegremente por
el enorme espacio desierto de mi portería, seguido de cerca por la cadena más
larga de insultos que escuché siendo niño. Sobra decir que después de esa
infame actuación, el entrenador decidió dejarme como caso perdido.
Ahora bien, nunca odié la bici, pero la verdad es que nunca tuve mucha
oportunidad de usarla. Una Navidad, mi hermana y yo recibimos una bici y una
patineta respectivamente, y aunque no era yo un as de las calles ni mucho
menos, esa patineta morada sí que me conquistó y pasé horas con ella porque era
algo que podía practicar a solas. Y así, a solas como en el poema de Poe, amaba
estar aunque terminara lleno de moretones. La bici de mi hermana la monté un
par de veces pero como tenía rueditas a los lados, y yo a todos mis amigos los
veía hacer saltos mortales con sus bicis tipo cross, me parecía que no era muy
cool. Así que a los 10 años, era un perfecto extraño en el mundo de las dos
ruedas y la forma en la que aprendí a usarla fue por demás extraño.
Es realmente notable el poder del miedo al ridículo - en especial en un
preadolescente - y las cosas que podemos hacer para superarlo. Supongo que más
de una declaración de amor, un duelo con pistolas o un gran descubrimiento que
ha cambiado el curso de la historia se ha dado simplemente por no querer quedar
mal enfrente de alguien más.
Así es como sucedió la revelación para mí: en aquel entonces, teníamos
unos pocos años de haber conocido a un par de familias texanas, que eran
conocidas de una amiga de mi madre. Nos habíamos caído tan bien con esos
gringos que seguido nos visitábamos mutuamente y hemos mantenido el contacto
hasta el día de hoy. De hecho cuando Laura, la hija de una de esas familias,
tuvo a su bebé, vino con nosotros a Monterrey para bautizarlo y que mis padres
se convirtieran en padrinos.
En una de esas ocasiones, estábamos en en McAllen en la nueva casa de la
otra familia, la familia Sanders (así como el coronel). Recién se acababan de
mudar y vivían en una de esas colonias privadas en los suburbios, que ahora
también se han hecho populares en México. Mientras los mayores se preparaban a
encender el asador, alguien preguntó que si había refrescos para nosotros. Al
ver que no había, la mamá de Eddie, que era mi amigo y tenía un año más que yo,
le dijo que fuéramos a la tienda a comprarlos. En bici.
Los niños son especialmente perceptivos. Eddie rápidamente me dijo que
fuéramos al garaje por las bicis y debió haber notado una vacilación mía en
menos de un nanosegundo. Inmediatamente, con ese tono burlón que nadie quiere
oír jamás, me dijo enfrente de todo el mundo, “¡No me digas que no sabes andar
en bicicleta!”
Mis papás y mi hermana sabían perfectamente la respuesta, pero antes que
nadie tuviera tiempo de interceder por mí ni aclarar nada - cosa que por
supuesto hubiera sido todavía peor - me escuché decir: “¡Claaaro que sí sé,
vamos!”
No me esperé a ver qué cara ponían mis papás, y me fui corriendo con
Eddie al garaje, donde estaban ahí las fatídicas bicis. Eddie me dijo cuál
tomar: una bici verde que nunca se me va a olvidar; y salimos con ellas a la
calle. Y de repente, pasó.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba montado en la bici, al lado de
Eddie, yendo a la tienda. Con una mezcla extraña de orgullo y de sopresa, y una
sensación de libertad que nunca había conocido pero que siempre he conservado.
En las calles de Sevilla amé cada minuto de andar en bici entre los
barrios antiquísimos y estrechos. Amé el momento en que por fin aprendí a andar
sin manos y cuando regresaba a mi casa a medianoche desde el otro lado de la
ciudad. La bici que usaba allá la encontré de forma improbable en el
mini-jardín de mi estudio - un cuarto de 20 metros cuadrados que era
cocina-recámara-ropero. El estudio estaba en un primer piso y durante las
primeras dos semanas ni siquiera podía abrir la puerta que daba al jardín,
porque el ocupante anterior probablemente no era amante de las carnes asadas y
lo había dejado crecer que parecía el Bosque de los Ents (esa es una referencia sólo para nerds). Así
que un día le pedí ayuda a unos amigos del edificio para desmontar la selva que
tenía ahí fuera, y después de desmontar la selva por medio día, encontramos ahí
una bici desarmada, y una gata a punto de dar a luz. Mis amigos me ayudaron a limpiar
y armar la bici que desde entonces fue mi medio de transporte y meditación. Y
la gata tuvo su camada dos días después sobre mi cama, mientras estaba yo en el
trabajo.
Y realmente son meditaciones y trabajo creativo lo que podemos hacer
cuando encontramos una actividad que nos ocupa el cuerpo pero nos libera la
mente para divagar y soñar despiertos a placer. Para mí ha sido la bici.
Después de quince años en China, me subo a ella como alguien más puede sentarse
frente a su escritorio a pensar, o encerrase en su estudio a meditar o
rememorar. A veces recuerdo anécdotas que creía olvidadas, a veces encuentro
alguna respuesta a un problema en el que estoy trabajando, a veces imagino un
diálogo con alguna persona que tengo años sin ver.
Y a veces se me ocurre que alguien más puede hacer exactamente lo mismo.
VIDEO DEL DÍA
Los viajes al exterior... a lugares y países extraños son oportunidad nosólo de recuerdos y reencuentros con "lo propio"... sino también de reinventarse de manera diferente a partir de nuestras "herencias" culturales, vivenciales... que por desfortuna no todos pueden entender pero a muchos pueden cautivar cuando se convierten también en relatos como el tuyo....saludos desde Paris!!!
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