martes, 3 de noviembre de 2020

Las masas electorales

 

Gustave Le Bon (Psicología de las masas, III:4. 1895)

 

Las masas electorales constituyen masas heterogéneas; pero como no actúan más que en un determinado asunto —elegir entre diversos candidatos—, no se pueden observar en ellas más que algunas de las características de las masas en general. Éstas son sobre todo: una escasa aptitud de razonamiento, ausencia de espíritu crítico, irritabilidad, credulidad y simplismo; y en sus decisiones se descubre también la influencia de los líderes.

Examinemos cómo se las seduce. A partir de los procedimientos con los que mejor se logra este fin, deduciremos claramente su psicología.

La primera de las cualidades que ha de poseer el candidato es el prestigio. El prestigio personal no puede ser sustituido más que por el que proporciona la fortuna. El talento, el genio mismo, no constituyen factores de éxito. Esta necesidad de prestigio por parte del candidato: de poder imponerse sin discusión, resulta capital. Si los electores, que son sobre todo obreros y campesinos, eligen tan raras veces a uno de ellos para representarles, es porque las personalidades surgidas de sus filas no poseen para ellos prestigio alguno. No nombran a un igual sino por razones accesorias, para contrarrestar, por ejemplo, a un hombre eminente, a un patrono poderoso y del cual depende cada día el elector y que tiene así la ilusión de dominar, al menos por un instante.

Pero la posesión de prestigio no basta para asegurar el éxito al candidato. Al elector le gusta que le halaguen sus ambiciones y sus vanidades; el candidato ha de abrumarle con extravagantes y serviles adulaciones y no vacilar en hacerle las más fantásticas promesas. Ante los obreros no ha de cansarse de injuriar y fustigar a sus patronos. En cuanto al candidato adversario, se intentará anularle procurando convencer a los electores, mediante afirmación, repetición y contagio, que es el último de los canallas y que nadie ignora que ha cometido diversos delitos. Desde luego, sin aportar nada que se asemeje a una prueba.

Si el adversario conoce mal la psicología de las masas, intentará justificarse mediante argumentos y no tendrá probabilidad alguna de triunfar. En lugar de eso, debe responder sencillamente a las afirmaciones calumniosas mediante otras aseveraciones igualmente calumniosas.

El programa escrito del candidato no será muy categórico, ya que sus adversarios podrían achacarle posteriormente su incumplimiento; pero el programa verbal no corre nunca el peligro de ser excesivo. Pueden prometerse, sin temor, las más considerables reformas. Tales exageraciones causan mucho efecto de momento y no comprometen nada para el futuro. En efecto, el elector después no se preocupa en absoluto, por saber si el elegido ha sido fiel a la profesión de fe proclamada y sobre cuya base se supone que tuvo lugar la elección.

El orador que sabe manejar las fórmulas de persuasión de masas, las conduce a su placer. Expresiones tales como “el infame capital”, “los viles explotadores”, “el admirable obrero”, “la socialización de las riquezas”, etc., producen siempre el mismo efecto, aun cuando están ya algo gastadas. Pero el candidato que puede descubrir una fórmula nueva, desprovista de sentido preciso y, en consecuencia, adaptable a las aspiraciones más diversas, obtiene un éxito infalible.

La sangrienta revolución española de 1873 fue realizada mediante una de tales palabras mágicas, de complejo sentido y que cada cual puede interpretar con arreglo a su esperanza. Un escritor contemporáneo ha narrado la correspondiente génesis en los siguientes términos, que merecen ser mencionados:

 Los radicales habían descubierto que una república centralizada es una monarquía disfrazada y, para agradarles, las Cortes proclamaron unánimemente una “república federal”, sin que ninguno de los votantes hubiera podido definir aquello que acababa de ser votado. Pero dicha fórmula encantaba a todo el mundo: fue un delirio, una embriaguez. Se acababa de inaugurar en la tierra el reino de la virtud y de la felicidad. Un republicano al cual rehusaba su enemigo el título de “federal”, se ofendía por ello como si se tratase de una mortal injuria. La gente se saludaba por las calles diciendo: “¡Salud y república federal!” Se entonaban himnos a la santa indisciplina y a la autonomía del soldado. ¿Qué era la república federal? Unos entendían por ella la emancipación de las provincias, instituciones parecidas a las de Estados Unidos o la descentralización administrativa; otros pretendían la anulación de toda autoridad, una próxima liquidación total social. Los socialistas de Barcelona y Andalucía proclamaban la soberanía absoluta de las comunas: querían dividir a España en diez mil municipios independientes que no se rigiesen más que por sus propias leyes, suprimiendo al mismo tiempo el ejército y la policía. Muy pronto se vio, en las provincias del Sur, propagarse la insurrección de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. En cuanto una comuna había realizado su pronunciamiento, lo primero que hacía era destruir el telégrafo y los ferrocarriles, a fin de cortar todas sus comunicaciones con sus vecinos y con Madrid. No había aldea, por pequeña que fuese, que no quisiera hacer rancho aparte. El federalismo se había convertido en un cantonalismo brutal, incendiario y asesino y por doquier se celebraban sangrientas saturnales.

 

Por lo que se refiere a la influencia que los razonamientos puedan ejercer sobre el espíritu de los electores, sería preciso no haber leído jamás las actas de reuniones electorales para carecer de una firme opinión sobre este tema. En dichas asambleas se intercambian afirmaciones, invectivas, golpes a veces, pero jamás razones. Si se permanece en silencio durante unos instantes, es porque un asistente anuncia que le va a plantear al candidato una de aquellas preguntas embarazosas que regocijan siempre al auditorio. No obstante, la satisfacción de los opositores no dura mucho, ya que la voz del locutor queda muy pronto cubierta por los gritos de los adversarios. Pueden considerarse como prototipo de reuniones públicas las siguientes, cuyos resúmenes, tomados entre centenares de otros semejantes, han sido publicados por los diarios:

El orador carga a fondo contra los socialistas, que le interrumpen gritando: ¡Cretino! ¡Bandido! ¡Canalla!, etc., epítetos a los que el compañero X... responde exponiendo una teoría según la cual los socialistas son unos idiotas o unos farsantes. (...).

El compañero G... trata a los socialistas de cretinos y payasos. Oradores y oyentes comienzan entonces a increparse y llegan a las manos; se lanzan sillas, bancos, etc. 

Pero no creamos que este género de discusión es propio de una determinada clase de electores y procede de su situación social. En toda asamblea anónima, aunque esté compuesta exclusivamente por universitarios, la discusión reviste fácilmente las mismas formas. Los hombres, cuando están en masa, tienden hacia la igualación mental y a cada instante hallamos pruebas de ello.

Uno se pregunta cómo en semejantes condiciones de constante insulto, puede formarse la opinión de un elector. Pero plantear tal pregunta equivaldría a ilusionarse acerca del grado de libertad del que goza una colectividad. Las masas tienen opiniones impuestas, jamás opiniones razonadas. Dichas opiniones y los votos de los electores se hallan en manos de “Comités Electorales”, cuyos directivos son, con frecuencia, unos cuantos bodegueros o taberneros, muy influyentes entre los obreros y a los cuales prestan crédito. Uno de los más valerosos defensores de la democracia, Scherer, escribe:

 Los comités, sean cuales sean sus nombres: clubs, sindicatos, etc., constituyen uno de los temibles peligros del poder de las masas. Representan, en efecto, la forma más impersonal y en consecuencia más opresora de la tiranía. Los directivos de comités que hablan y actúan en nombre de una comunidad están liberados de toda responsabilidad y pueden permitirse todo. Ni el más feroz de los tiranos habría soñado jamás las órdenes impartidas por los comités revolucionarios de Francia. Los comités, dice Barras, diezmaron y metieron en cintura a la Convención. Robespierre fue el amo absoluto mientras pudo hablar en nombre de ellos. El día en que, por cuestiones de amor propio, el temible dictador se apartó de ellos, marcó la hora de su ruina. El reino de las masas es el reino de los comités y, en consecuencia, de sus líderes. No cabe imaginar despotismo más duro.

No es tampoco demasiado difícil influir sobre ellos, si el candidato es relativamente aceptable y posee los suficientes recursos económicos. Así es la psicología de las masas electorales: idéntica a la de las otras masas. Ni mejor, ni peor.

El sufragio universal.

Si de mí dependiese su suerte, lo conservaría tal como es, y ello por motivos prácticos... Los fallos del sufragio universal son evidentemente demasiado visibles como para ser ignorados.

El dogma del sufragio universal posee hoy el poder que tenían antes los dogmas cristianos. Oradores y escritores hablan de él con un respeto y unas adulaciones que no conoció ni siquiera Luis XIV. Hay que conducirse pues, a su respecto, como frente a todos los dogmas religiosos. Tan sólo el tiempo actúa sobre ellos. Intentar combatir este dogma sería también tanto más inútil puesto que existen aparentes razones en su favor: en época de igualdad, dice justificadamente Tocqueville, los hombres no tienen ninguna fe unos en otros, a causa de su parecido; pero esta misma similitud les proporciona una confianza casi ilimitada en el juicio del público, ya que no les parece verosímil que, poseyendo todos parecidas luces, no se encuentre la verdad del lado del mayor número.

¿Hemos de suponer entonces que un sufragio restringido —restringido a los capaces, si se quiere— mejoraría el voto de las masas? No puedo admitido ni por un instante, por los motivos relativos a la inferioridad mental de todas las colectividades, sea cual fuere su composición. En masa, los hombres se igualan siempre y, por lo que respecta a cuestiones generales, el sufragio de cuarenta académicos no es mejor que el de cuarenta aguadores.

El hecho de que un individuo sepa griego o matemáticas, sea arquitecto, veterinario, médico o abogado no le dota de particulares luces en cuestiones de sentimientos. Ante problemas sociales, llenos de múltiples incógnitas y dominados por la lógica mística o la lógica afectiva, todas las ignorancias se igualan. Así pues, si el cuerpo electoral estuviese exclusivamente compuesto por gentes llenas de ciencia, sus votos no serían mejores que los de ahora. Se guiarían sobre todo con arreglo a sus sentimientos y al espíritu de su partido. 

 

   

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