martes, 16 de abril de 2019

Te lloro, Notre Dame



Esta mañana, como siempre, me he despertado, encendido la computadora y buscado las noticias. Lo primero que he visto, sin poderlo creer, es Notre Dame ardiendo. Vi las imágenes aéreas de los drones, mostrando el fuego consumir siglos de historia y de arte. He visto caer la aguja, y a la gente congregada cantando mientras ve la destrucción. Y he llorado con ellos.

No lloramos por un montón de piedras pulidas y de cristales coloreados. Lloramos perder un símbolo que nos salva de nuestra impermanencia, y que nos une en reconocer lo que compartimos.

La esperanza se encarna en el arte y permanece y nos trasciende. El monumento que toca el cielo; la escultura que plasma el dolor y el anhelo en piedra fría; el poema que mueve una lágrima de quien lo escucha hacer eco en los siglos. El arte que se forma y se agranda de corazones y de historia que le dan pátina, que nos dice que hay forma de ser inmortales, que existe pureza: la belleza. Dice Carlos Toro M. que “la belleza es tan alta… que es un lujo sentirla y un delito matarla.”

A veces la matamos. Los Budas de Bamiyan, las ruinas de Palmira: actos de locura insondable. Otras veces la perdemos sin querer: ayer el Museo Nacional de Brasil, hoy Notre Dame. Historia hecha cenizas, recordatorios de lo efímero. Duele y mucho perder un símbolo hermoso; pero mañana volveremos a soñar con nuestra trascendencia y a repintar lo que hayamos podido recuperar, y a cantar el himno que nos une en su letra.

Sting dijo que “la lluvia cae como lágrimas de estrellas; la lluvia volverá para ver, una y otra vez, lo frágiles que somos.”

Frágiles, sí. Un día lloramos una pérdida. Mañana la fragilidad se condensará de nuevo y pintaremos de nueva cuenta; nuevos sueños de inmortalidad.

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