sábado, 2 de febrero de 2019

Las tres decisiones más grandes del siglo XX – parte I


Sin duda, es un título osado. El siglo XX estuvo lleno de decisiones (individuales, de grupo o de pueblos) que afectaron más vidas que en toda la historia de la humanidad: la decisión de las potencias europeas de enfrascarse en la Primera Guerra Mundial debido al asesinato de un heredero real, la Declaración de Balfour que sigue tensando Medio Oriente, la elección de Hitler en Alemania, la instauración de la Política de un Solo Hijo en China… la lista es larga y tiene muchos contendientes.

En esta primera parte me voy a enfocar en dos decisiones, realizadas por estadistas individuales, que fueron radicalmente diferentes entre sí y que produjeron, por supuesto, resultados muy distintos en sus respectivas naciones.

¿Cuándo se toma una GRAN DECISIÓN? En momentos de crisis: en un punto en el que se reconoce que las cosas han llegado a un punto de quiebre, que hay una amenaza existencial y que las cosas simplemente no pueden seguir como están. Una declaración de guerra es la forma más obvia y arquetípica de este tipo de “gran decisión.” De hecho, es la gran decisión más frecuente a lo largo de la historia; pero no me ocuparé de ellas. De las decisiones que me ocuparé son más sofisticadas y son decisiones que en este momento están ante un gran número de naciones: el de qué estructura político-económica adoptar, ante desafíos nunca antes vistos.

Desde luego la globalización no es nueva, la idea de llevar productos e ideas de un lugar a otro y hacer que vastas regiones se especialicen es antiquísima. Los marinos fenicios y la Ruta de la Seda fueron sus precursores; pero nunca antes habíamos tenido la interconexión y la velocidad que tenemos hoy, lo que ha causado en menos de un siglo grandes disrupciones de todo tipo, para bien y para mal. La aceleración se ha agudizado en los últimos 20 años, pero las dos grandes decisiones que mencionaré son anteriores a internet. No por eso, ni con mucho, son menos relevantes, porque muestran dos maneras de afrontar un problema potencialmente catastrófico.

A finales de los 80, la Unión Soviética había perdido la Guerra Fría; la caída del Muro de Berlín en 1991 fue un mero formalismo. El sistema totalitario instituido por Lenin y Stalin había colapsado; si bien sus inversiones en ciencia y deportes habían tenido éxitos espectaculares, el control absoluto y la planeación de la economía por el Estado había sido un fracaso estrepitoso. De modo que Mikhail Gorbachev tuvo que tomar la Gran Decisión: desmantelar el decrépito pero todavía operante aparato de control soviético. La decisión fue correcta, pero la forma de implementarla fue una calamidad sin calificativos.

Gorbachev es aún visto con admiración en Occidente; después de todo fue el adversario que concedió su derrota como todo un caballero. Pero en Rusia la historia no lo juzga de forma tan benévola: fue quien inició la caída no sólo política sino en todo sentido. El problema fue este: el aparato soviético era un sistema de control total: económico, social, político, militar. Era corrupto y había que desmantelarlo, cierto. Pero lo que hizo Gorbachev fue desmantelarlo sin dejar nada en su lugar. La descomposición fue total, la economía se hundió en una crisis de una década de la que no la sacó —relativamente— sino la reestructuración de la explotación de petróleo y gas bajo la mano férrea de Vladimir Putin en el 2000.

La caída de la Unión Soviética se ha analizado de manera exhaustiva y no hay manera de decir que fue positiva la forma en la que se desmanteló. De hecho, muchos autores han argumentado que la caída caótica del sistema dio el impulso más grande que se ha visto al crimen internacional. Sin los controles soviéticos ni nada que detuviera la descomposición, las armas del ejército fueron saqueados por militares resentidos y por la mafia rusa que crearon una de las redes criminales más extendidas y poderosas que el mundo ha visto, primero en Europa del Este y luego en el resto del globo. La economía, sin la planeación anterior, sufrió de forma atroz y al final fue repartida entre lo que se conoce como la actual oligarquía rusa.

La moraleja es que aunque las intenciones eran buenas y la decisión era la correcta, la ausencia total de un plan de transición causó un sufrimiento y una injusta redistribución que pudieron haber sido manejados.

El segundo caso es China. Este país pasó por un infame período de turbulencia, llamado por ellos mismos “Los Cien Años de Humillación” de 1850 a 1950. Su última dinastía imperial cayó, fueron semi-colonizados por ocho potencias extranjeras, libraron la guerra contra Japón y después de ella sufrieron una lacerante guerra civil de seis años. Al ser reunificada por Mao, todavía pasaron por 30 años más (hasta 1980) de políticas de aislamiento y control extremo de la vida nacional. Políticas basadas en ideologías mal entendidas y peor aplicadas, que causaron atraso, rechazo internacional y en el extremo, persecuciones y hambrunas. Su economía estaba hecha pedazos en 1978.

Entonces llegó Deng Xiaoping a tomar las riendas y a tomar, él sólo, tres de las más grandes decisiones del siglo XX y una de las más grandes de la historia de la Humanidad. Esta última fue la instauración de la Política de un Solo Hijo, de la que apenas hoy podemos empezar a medir sus resultados. La segunda fue decidir, en contra de toda la ortodoxia de su época, el desechar por completo el modelo económico anterior y optar por descentralización, apertura económica y diplomática, e incentivación de la actividad individual. El resultado de estas dos decisiones lo hemos podido ver con el asombroso crecimiento de su economía en los últimos 20 años, y con el hecho de haber sacado de la pobreza a más de 400 millones de personas en sólo dos generaciones: un hecho sin paralelo en la historia. Pero en lo que me quiero enfocar es en su tercera decisión: la Gran Decisión. Esta decisión no fue el QUÉ hacer (“ser más prósperos”, una perogrullada), sino el CÓMO hacerlo.

El plan para hacerlo, desde un principio, contemplaba décadas en el futuro. Deng dijo a la gente, “tener fortuna es deseable, vamos a hacernos ricos, pero unos empezarán antes que otros, porque es la única forma.” Esto también es bien sabido: el plan contempló abrir zonas económicas especiales, llamar a la inversión extranjera, hacer alianzas con empresas que estuvieran dispuestas a compartir conocimiento y sobre todo ir abriendo sectores económicos paso a paso, no de golpe. La industria pesada y automotriz fueron las primeras, para seguir con industrias ligeras, electrónicos, logística y recientemente, de forma muy limitada, finanzas y educación. Las telecomunicaciones son demasiado estratégicas y su apertura no ha sido considerada aún.

Dentro de esta decisión, esta Gran Decisión, ese primer factor de planeación a largo plazo y de sustituir gradualmente un sistema por otro, es un tema bien estudiado y que ningún internacionalista o economista que se precie ignora. Pero hubo un ingrediente más en esa decisión. Un ingrediente clave: en su segunda comparecencia ante el pleno del Politburó, Deng Xiaoping anunció su decisión más grave. En un discurso histórico, habló así ante sus entonces camaradas (cito de memoria):


Señores, hemos comenzado el proceso de cambio y modernización de nuestra nación después de años de estancamiento. Hemos empezado a ver algunos resultados modestos, pero los frutos se darán muchos años en el futuro. Ni ustedes ni yo podemos guiar este proceso, porque somos viejos e ignorantes: salimos del campo y de las fábricas, no conocemos sino las luchas de los últimos 30 años. No tenemos conocimientos técnicos ni la flexibilidad de una mente joven; tenemos que retirarnos. En nuestros siguientes congresos, muchos de nosotros ya no debemos de estar aquí, para ser sustituidos por los jóvenes y los expertos que pueden dar forma a nuestro futuro.


Este discurso puede sonarnos razonable y no demasiado impresionante, pero fue un cambio de punto de vista tan radical, tan cataclísmico en una sociedad que por milenios ha idolatrado la vejez, que es imposible expresar hasta qué punto causó shock. Sin embargo, cinco años después, el congreso había despedido a casi la mitad de sus miembros más viejos, para ver sus lugares ocupados por “jóvenes” de 50 a 55 años: unos niños en China.

Casi 30 años después de ambas decisiones, podemos comparar los resultados en ambas naciones, en el bienestar generado. En México, las decisiones que se están tomando hoy, ¿a cuál de los dos modelos se parece más, al de la planeación minuciosa y a muy largo plazo, o al de quitar lo que hay, y "ahí a ver cómo le hacemos"?

No nos confundamos: seis años es un periodo arbitrario y artificial. Estos procesos toman décadas —normalmente dos generaciones— y las decisiones pueden tomarse rápido, pero sus efectos son de largo alcance. Discutamos: no es válido no escuchar las críticas, porque literalmente nuestro futuro depende de hacer las cosas bien. Estamos en uno de esos momentos de Gran Decisión.

En la segunda parte, le hablaré de la tercera Gran Decisión del siglo XX: una tomada por un pueblo, no por un solo líder.




VIDEO DEL DÍA

Bill Burr es un comediante estadounidense que se ha hecho famoso por su estilo desenfadado y medio ranchero, así como su constante autocrítica. Aunque en el siglo 21 hay mucha más permisividad, no es fácil ser un digno de heredero de Voltaire y mofarse efectivamente de la religión en una rutina de chistes: muchos lo intentan y fallan por esa manía de ponerse en una posición de superioridad que termina siendo arrogancia repelente (Bill Maher, Jim Jefferies). George Carlin y Louis CK sí son maestros para tocar el tema, y Bill Burr es de los que se unen a esa corta lista:


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