Bueno le pongo dislexia aunque de hecho es dislalia, pero la primera
suena mejor como título. “Mi leve dislalia” me suena como a cuento romántico
que tiene a un protagonista enamorado de una chica con un nombre sacado del
diccionario en vez del santoral. ¿No me cree? Seguro ha de haber por ahí alguna
Dislalia Rodríguez, y por eso en otro artículo le rogué encarecidamente al
lector que no le fuera a poner a su hija recién nacida Pirita, ni Pareidolia ni
Apofenia, como dicen las leyendas urbanas que otros le han puesto a sus niños
Anivdelarev ó Masiosare (Rodríguez).
Personalmente los nombres más estrambóticos que he oído son de los
hermanos Fieltro y Acero, que a decir de mi hermana —que fue la que de
hecho los conoció en la escuela— eran hijos de un ingeniero en materiales,
bastante entusiasta de su profesión. La verdad es que no sé cómo habrá
convencido a su mujer. Luego están los nombres antiguos que hoy nos parecen
graciosos, como Maclovia o Tiburcio, pero esos no sufren de más desventaja que
ser anacrónicos, no son salvajadas como ponerle Batman al niño. Recuerdo que
cuando estaba en la universidad tenía un compañero de clase que se llamaba
Fortunato y que fue el protagonista de una anécdota que todavía contamos. Hubo
un semestre en que ambos participábamos en una obra de teatro musical, yo como
guitarrista y él como actor o bailarín o ambos, no me acuerdo bien; pero la
cosa es que como la representación era una historia de la Francia del s. XVIII,
tenía él que estar vestido y maquillado a la usanza, mientras que los músicos
veíamos todo cómodamente desde un foso en el proscenio, y una que otra vez de
hecho veíamos las cosas más que cómodos, a través de un velo etílico, lo cual
por supuesto estaba bastante prohibido. ¿Cómo diablos metíamos botellas de
alcohol a la función, me pregunta el lector? Pues no era mucho problema la
verdad: entraba alguien cargando el estuche de mi guitarra y saludando al
guardia; y luego entraba yo más tarde, cargando mi guitarra en la mano. Qué
David Copperfield ni qué Narcotúneles.
Pero bueno, Fortunato le había echado el ojo a una de las bailarinas, y
en un descanso había aprovechado para acercarse y presentarse con ella. La conversación
creo que iba muy bien encaminada —y hay que imaginarse al galán en esa postura
conquistadora estilo James Dean, sólo que vestido de encajes, con un lunar
pintado en el cachete y con una peluca de juez— hasta que ella le
dijo, “¿Y cómo me dijiste que te llamas?” A lo que él respondió, “Fortunato”. Y en el mejor caso de respuesta matapasiones
que he visto, ella dijo, “Jajaja no, pero cómo te llamas tú, no en la obra.”
Realmente no me acuerdo qué pasó después porque la anécdota siempre la
contamos hasta ahí, pero por el bien mental retroactivo de ambos, espero que en
ese momento el director haya concluido el descanso y llamado a todos a escena.
Pero decía yo de mi dislexia que es dislalia. Y que es leve pero
graciosa, como bien saben los amantes de los juegos de palabras: pocas cosas
hay tan graciosas como jugar con equívocos. Aunque estos no son equívocos sino
más bien cosas que un niño pequeño siempre hace cuando aún no puede aprender a pronunciar
bien ciertas cosas. Por ejemplo, una palabra exclusiva que tenemos en mi
familia y que descubro aquí por primera vez en la historia para jocosidad de
propios y extraños, es la multiacentuada y multicontraída “Pa’llá-y-pa’cá-palo”.
Debo de haber intentado decir “parabrisas” unas cien veces, antes de
decidir que esa serie de fonemas de plano no eran para mí, y poner en su lugar
esa construcción maravillosamente creativa que como otras varias, pasaron a ser
parte del léxico familiar. Pero eso será tema para otra ocasión, porque eso
tampoco es dislalia. Ni dislexia. Algún nombre horrible seguro ha de tener,
porque siempre le queremos poner nombre a todo, pero mi abuela decía que todas
esas cosas se componían haciendo gárgaras de cascajo.
El asunto, por fin, es que había palabras que simplemente no me sonaban
bien como me decían que debían de ser, así que yo las decía siguiendo mis
propias convicciones. Por ejemplo, Guadalajara. ¿Qué tiene de malo Guadalajara?
Pues hoy mismo no lo sé, pero en aquél entonces sabía que no podía pronunciarse
así y la decía como “Gualadajara”, o sea con la L y la D intercambiadas.
Pronúncielas ambas el lector y dígame si aquel niño estaba equivocado.
Así que mi dislalia era más bien una dislalia rebelde, viéndola bien.
Una cosa consciente. Por ejemplo, otra palabra era Tigre, que cuando primero la
vi escrita y me dijeron que así se escribía correctamente, me pareció un
completo atropello. ¿Tigre? ¿Cómo Tigre? Qué despropósito, si se debe de decir
y escribir “Tigere”.
Ti-ge-re.
A mis padres les encantaba enseñarme a jugar con las palabras. Y
mientras mi mamá me decía de los calambures de Quevedo (“entre el clavel y la rosa…”), papá se divertía enseñándome cosas como el “camarón-caramelo-caramelo-camarón”,
que uno termina diciendo “caramón” y “camarelo” después de repetirlo varias
veces; y no me va a creer el lector pero me equivoqué un par de veces incluso
al escribirlo. A lo que voy es que con todo este fermento era obvio que iba a
terminar haciendo o revolviendo mis propias palabras, porque en el experimentar
hay un gran placer que no se parece a otros.
Ahora bien, a pocos días de cumplir 45 años de estar en este mundo y
haber escrito incluso un par de libros, debo confesar que hoy por fin me doy
cuenta de que he estado diciendo una palabra mal toda la vida. O que la he
dicho de acuerdo a las idiosincrasias de ese niño que todo quería ver y
revolver. Pero haciendo un poco de memoria, creo que nunca me he metido en
demasiadas dificultades ni he tenido algún desencuentro mayúsculo por haberla
pronunciado mal, y estoy seguro de que sí la he usado en público en más de una
ocasión. Y como decía, me doy cuenta hoy, que estoy de desocupado y con el
website de la RAE ahí que ni la mano le han puesto.
Y la RAE me dice despiadadamente, que “Calcamonía” no existe, sino sólo
“Calcomanía”.
¡Fuego y azufre! ¡Fuera de mi vista!
(Como diría Otelo). No puede ser,
no puede ser. ¿No es CALCAmonía? ¿Pues qué no es como calcar un mono? ¿Dónde
está la falla en esa lógica? Calcar. Un mono. Calca-monía. Estoy consternado.
CALCOMANÍA… no, suena horrible. ¿Es, entonces, una manía de calcar? Pero no
puede ser, ¿cómo voy a poner Calcomanía, algo tan inocente, junto con
Cleptomanía, o Dipsomanía? Así que voy a la Wikipedia y me confirma mis
temores: en efecto, la palabra original viene del francés: Décalcomanie, donde
Décalque significa trazar.
Pues bien, así es. Mea culpa. Lo acepto pero no me resigno; y ya que
estamos con latín, digo junto con esos goliardos irreverentes que compusieron
los poemas de la Carmina Burana: non me tenent vincula, non me tenet clavis.
Las cadenas y los pestillos no pueden detenerme: ese niño estaba bien. Su
lógica era perfecta; su creatividad, hermosa. Y aunque hace mucho que no puedo
decir “Pa’llá-y-pa’cá-palo” en público aunque más por problemas de comprensión,
seguiré diciendo Calcamonía. Pero quizá hablando rápido y de ladito para que
nadie se dé cuenta.
VIDEO DEL DÍA
Man of La Mancha (1965) es una obra
de teatro musical que adapta la historia de El Quijote. Tuvo mucho éxito en los
60 —aunque no fue, digamos, Cats— y de ahí salió la famosísima canción El Sueño Imposible. En 1972 se hizo una película que no fue tan buena pero aquí pongo El
Caballero de la Triste Figura (Man of the Woeful Countenance), uno de mis
momentos musicales favoritos de esa obra, donde Dulcinea del Toboso no es ni
más ni menos que Sofia Loren:
saludos desde Paris..
ResponderEliminara que padre se le ocurriria ponerle a su hijo baron ISABEL pa decirle CHABELO! y mi amigo que bebía mucha chela CHELELO... CRISOFORO, NECEFORO eran hermanos los hermanos fosforitos le deciamos en la secundaria! y bueno la risa de un amigo japones cuando la burla es decirlo con L... SALUDOS MI BUEN AMIGO AGRADABLE RATO DE LETRAS REVOLTEADAS...