Porque claro que hay que ponerle un subtítulo atractivo a cada secuela ó precuela, así como le hace ahora Hollywood. Por cierto que “precuela” me parece una palabra que suena espantosa, y aunque ya es de uso común y está en la Wikipedia en español y hasta en Google Translate, por lo menos la RAE se resiste a aceptarla aún:
La inventaron de hecho en inglés (prequel) en 1958, pero no se hizo
popular sino hasta hace muy poco con las nuevas películas de Star Wars, y algún
desocupado que no quiso buscar en el diccionario sinónimos de Precedentes o
Prólogo, pues nomás le puso la “-a” para acabar pronto.
Pero bueno, la cosa es que voy a hablar de los orígenes de los
experimentos en la calle, y aunque ya dije que las experiencias de extraños
ayudándome en Europa fueron determinantes, por supuesto no fueron las primeras.
De hecho –porque fueron muchas y en un periodo muy corto de tiempo– me hicieron
ponerme a pensar en la cuestión general de la ayuda desinteresada y acordarme de
otras ocasiones en las que la experimenté. Y aunque muchas veces me había pasado, siempre regreso a una
en particular, en Monterrey en 1990:
Mi mejor amigo y yo salimos con dos chicas. No eran intereses
románticos, sino que una de ellas era amiga de una ex novia mía y la otra era su
hermana; y cuando yo aún salía con la ex, a veces ellas dos se juntaban con
nosotros, así como mi amigo y su propia novia, pero que ahora ya se había convertido en su ex y…
¿Sabe qué? Eso no importa en absoluto. La cosa es que cuatro personas
salimos a cenar, e íbamos todos en mi camioneta.
Cuando salimos del restaurante ya era tarde, como las 11, y al llegar a
mi camioneta –que era una Ford 79 hermosa pero problemática– nos dimos cuenta
de que no encendía. Algo del alternador o sabrá Dios qué cosa, pero el problema
no era algo que se podía solucionar ahí mismo echándole un gallito de
gasolina o dándole unas patadas. Y para acabarla, hacía frío y estábamos
en una colonia alejada de calles principales y no se veía ni un taxi. Así que
las chicas nos empezaron a echar esas miradas de “¿Y BIEEEN?” desde dentro de
la camioneta.
Total que estando en esta situación, con el cofre abierto y
nosotros dos discutiendo en la calle, se detuvo un coche y se bajó un niño de
19 años que nos preguntó qué pasaba. Lo vimos tan confiado que le dijimos el
problema y le preguntamos si sabía de mecánica.
“Pues no, ni idea. Pero súbanse a mi carro y los llevo a sus casas.”
Esto fue en 1990, antes de la paranoia, antes del cinismo, antes de
enterarnos todos los días por internet de maniáticos asesinos. Pero aún así, la
oferta sonó tan descabellada –y sin siquiera preguntarnos a dónde íbamos– que
le dijimos que no. Por cierto, íbamos a tres partes de la ciudad muy distantes
entre sí.
Pero él insistió e insistió hasta que nos convenció, y además porque en
un cuarto de hora de estar en la calle viendo el motor y otro cuarto de hora
discutiendo, no había pasado un solo taxi. Así que nos subimos con él y en el
trayecto escuchamos una historia tan sorprendente como hermosa, para justificar lo que estaba haciendo.
Resulta que no era alguien que iba pasando por casualidad. O bueno, en
realidad sí nos vio por casualidad, pero no era casualidad que anduviera en la
calle a esa hora. Nos contó que a los doce años, su padre lo empezó a llevar en
sus “excursiones de ayuda nocturna”: una vez al mes, ambos se ponían a dar
vueltas por la ciudad desde las 10 hasta las 12 de la noche para ver si
encontraban a gente en problemas, y les ofrecían la ayuda que pudieran. Cada
mes sin importar si lloviera o relampagueara, salían. Y cuando cumplió 18 años su
padre le permitió empezar a hacer sus propias rondas, así que podían estar de “ángeles
guardianes” una vez por quincena.
Sólo recuerdo que nos quedamos tan impresionados que no sabíamos ni qué
decir, ni qué preguntar, de tan chiquitos que nos hizo sentir. Mi amigo, que fue
el último en bajarse porque era el que iba más lejos, le ofreció llenarle el
tanque de gasolina, pero el chico rehusó.
A veces me pregunto si hoy en día seguirá recorriendo las calles, ahora con su hijo.
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HEY:
si por alguna coincidencia me estás leyendo hoy:
Gracias de nuevo. Honras a tu padre y a la humanidad.
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VIDEO DEL DÍA
Las películas de Wallace & Gromit ó Chicken Run son maravillas modernas usando la técnica tradicional de
Stop Motion, y mis lectores más longevos ya sabrán que soy fan. Una de mis
películas favoritas de ese estilo es The Year Without a Santa Claus (1974), uno de esos especiales de Navidad que
pasaban antes, y que tiene dos números musicales geniales, entre el Rey del
Invierno y el Rey del Verano:
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