Así que ¿de dónde salieron estas manías de salir a la calle a hacer
experimentos extraños con extraños? Para empezar, como el lector podrá
imaginar, de ser un desquehacerado; pero de forma más importante, de una serie
de experiencias que como ya dije, tuvieron lugar un verano de 1992 mientras
viajaba por Europa con una mochila, un EuroPass y mucha buena voluntad.
Cuando uno viaja de esa forma, tiende a conocer en los trenes o en los
‘Bed-and-Breakfast’ a dos ó tres almas gemelas, vagabundos de corazón, que
ocasionalmente comparten el día en alguna ciudad y se intercambian direcciones
para perder el contacto en poco tiempo. Eso es más o menos de esperarse. Pero
las cosas que me pasaron fueron, por decirlo así, mucho más allá del
cumplimiento del deber, y voy referir únicamente dos por miedo a que el lector
crea que lo engaño con cuentos chinos.
La primera fue en la ciudad belga de Brujas (Bruges). Para cuando llegué
ahí ya tenía un par de semanas de estar viajando y tenía bien medidos los
tiempos de viaje y opciones para dormir. Sin embargo no calculé lo pequeño que
es Brujas, así que cuando me bajé del tren a las 9 y media de la noche y salí a
encontrar la posada más cercana, vi que no había nada ya abierto en los
alrededores. Ni modo, pensé, pues me paso la noche en una banca de la estación
de tren… pero la estación de tren estaba cerrada cuando volví.
Pánico.
No tenía mapa porque desde que llegué el kiosko de turismo estaba
cerrado y por supuesto que Google Maps y esas cosas se hallaban muy lejos en el
futuro. Así que, con un frío infame a pesar de ser pleno junio, me fui al
parque frente a la estación como vil clochard, a escoger la banca que estuviera
más resguardada del viento por los árboles, saqué toda la ropa de manga larga
de mi mochila y me eché a intentar dormir. Eran las 11.
Y el énfasis es en ‘intentar’ porque en menos de una hora estaba
recordando las líneas de un poema que se llama The Cremation of Sam McGee en
donde el pobre fulano, originario del templado Tennessee, se está muriendo de
frío una noche, por andar buscando oro en Alaska. Por más cosas que me puse
encima incluida la mochila, estaba tiritando como perro recién bañado, así que
al final me senté de nuevo, y con una camiseta amarrada al pescuezo debía dar
una impresión lamentable. ¿Quién va a pensar en llevar una chamarra en junio,
por el amor de Cristo?
Pues así estaba yo sentado miserablemente cuando pasó un taxi, se detuvo
frente a mí, y el conductor me dijo algo en ese francés raro de Bélgica. Yo le
contesté que no le entendía bien y me preguntó qué idioma hablaba. Le dije que
español. Su respuesta que nunca se me va a olvidar: “Hace mucho frío para esa
banquita.” En español.
Me explicó que hacía mucho había vivido en España y que le encantaba
hablar el idioma, y desde luego me preguntó qué diablos estaba haciendo yo ahí.
Tras explicarle, me dijo que sí, en efecto en Brujas todo cierra temprano y que
ahora mismo él ya iba de vuelta a su casa, pero que me subiera con él y de paso
me dejaba en el hostal de un amigo suyo. Cuando llegamos eran pasadas las 12, y
el taxista tuvo que aporrear la puerta un buen rato antes de que su amigo
abriera enojadísimo. Pero el taxista le dijo “Oye, aquí te traigo a un amigo
que estaba muriéndose de frío, déjate de cosas y dale una cama.” Con eso le
cambió el semblante al hostelero y ambos se pusieron de acuerdo para que
desayunáramos juntos al día siguiente y ya que tenían día libre, me llevarían a
dar una vuelta por el pueblo.
Ninguno me cobró nada ni aceptó mi dinero; ninguno me dio su dirección
para mantenernos en contacto; sólo me dijeron “es lo que se hace”. Sus nombres,
Peter y Jan, y su memoria, es con todo con lo que me quedé de ellos.
La segunda experiencia fue más impresionante todavía. Poco después de
dejar Brujas llegué a París, a la famosa Gare du Nord, pero teniendo cuidado de
tomar un tren nocturno para llegar temprano y aprovechar el día. Esta vez no
estaba preocupado por dónde dormir: Loraine, una francesa que había conocido
hacía unos meses en Sevilla mientras tocaba la guitarra en un bar, me había
dicho que podía quedarme en casa de su hermana y su cuñado en París. Ella les
avisaría. Así que llegué relajado, tomé el mapa de la ciudad, vi dónde estaba
la casa de Marie, la hermana, e hice el plan para todo el día.
Después de realizar ese sueño de comprarse una baguette, un pedazo de
queso y una botella de vino y andar viendo el Louvre y el Pont Neuf, que por
cierto siempre estaba lleno de músicos, al empezar a anochecer me dirigí a casa
de Marie. Llegué ahí cerca de las 6 y media, entré sin anunciarme porque justo
cuando llegué iba entrando alguien más al edificio, subí al tercer piso y toqué el timbre.
- ¿Diga?
- ¡Hola Marie, soy Alfonso!
- Um… ¿ajá?
- Eh… Alfonso, el amigo de Loraine.
- …
- No… ¿no te avisó?
- No.
Ups.
Empecé a pensar en Brujas, en bancas de parque y en que afortunadamente
esa mañana me había comprado una sudadera con ‘París’ en letras de colores,
pero el corazón también se me cayó a los pies. Y en eso llegó Pierre.
Y sí, se llamaban Pierre y Marie.
- ¿Qué pasa?
- Pues que mi hermana Loraine aparentemente invitó a este muchacho a la
casa y no me avisó.
- Oh.
Recuerde por favor el lector, que no sólo andaba vestido como hippie
sino que además traía el cabello largo y barba, y probablemente todavía olía a
la botella de vino que justo había terminado de vaciar.
- Perdón, es que Loraine y yo no hablamos mucho, y ella es muy infomal.
Pero pasa.
Pierre y Marie no sólo me dejaron entrar y quedarme esa noche, sino que
Pierre cocinó algo especial, me preguntaron cuántos días iba a estar en la
ciudad y cuando les dije que cuatro, Marie dijo, “Pues entonces lo mejor es que
te demos copia de la llave, para que puedas salir temprano y aprovechar, y para
no estar avisándonos si llegas tarde”. No
lo podía creer. En efecto tuve las llaves de su casa por cuatro días, salí con
ellos y sus amigos una noche, y me llevaron a un bar de Pigalle a ver uno de
los espectáculos más estrambóticos que he visto jamás, pero eso será tema de
algún otro día.
Y si aún le digo al lector que esta no fue la experiencia más increíble
en cuanto a la ayuda ciega que me fue dada por un extraño ese verano,
seguramente no me va a creer. Pero también, esa plática es para otra ocasión.
Lo que quiero decir es que sabemos percibir, pero quizá lo estamos
olvidando. Goethe dice que quiere ver a los ojos porque ahí “ve los pensamientos
de su interlocutor”. Yo diría que esa confianza, o afinidad, la reconocemos en los ojos y en la voz y en
todo eso que el cuerpo dice aunque queramos ocultarlo. Y si no me cree, tenemos
toda la calle que queramos para experimentar.
VIDEO DEL DÍA
El término “Mickey Mousing” se
refiere al difícil arte de poner música en coordinación con los movimientos de
las caricaturas, y como su nombre lo indica está inspirado en las increíbles
primeras animaciones de Disney, en especial las obras maestras que se hicieron
allá por los 30s. Una de estas obras maestras es “The Band Concert”, de 1935,
en la que Mickey, Donald y compañía interpretan combinaciones de música clásica
con música popular e incidental, mientras un tornado los hace volar por los
aires. Simplemente magistral:
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