jueves, 16 de octubre de 2014

Experimentos en la calle (II)





Así que ¿de dónde salieron estas manías de salir a la calle a hacer experimentos extraños con extraños? Para empezar, como el lector podrá imaginar, de ser un desquehacerado; pero de forma más importante, de una serie de experiencias que como ya dije, tuvieron lugar un verano de 1992 mientras viajaba por Europa con una mochila, un EuroPass y mucha buena voluntad.

Cuando uno viaja de esa forma, tiende a conocer en los trenes o en los ‘Bed-and-Breakfast’ a dos ó tres almas gemelas, vagabundos de corazón, que ocasionalmente comparten el día en alguna ciudad y se intercambian direcciones para perder el contacto en poco tiempo. Eso es más o menos de esperarse. Pero las cosas que me pasaron fueron, por decirlo así, mucho más allá del cumplimiento del deber, y voy referir únicamente dos por miedo a que el lector crea que lo engaño con cuentos chinos.

La primera fue en la ciudad belga de Brujas (Bruges). Para cuando llegué ahí ya tenía un par de semanas de estar viajando y tenía bien medidos los tiempos de viaje y opciones para dormir. Sin embargo no calculé lo pequeño que es Brujas, así que cuando me bajé del tren a las 9 y media de la noche y salí a encontrar la posada más cercana, vi que no había nada ya abierto en los alrededores. Ni modo, pensé, pues me paso la noche en una banca de la estación de tren… pero la estación de tren estaba cerrada cuando volví.

Pánico.

No tenía mapa porque desde que llegué el kiosko de turismo estaba cerrado y por supuesto que Google Maps y esas cosas se hallaban muy lejos en el futuro. Así que, con un frío infame a pesar de ser pleno junio, me fui al parque frente a la estación como vil clochard, a escoger la banca que estuviera más resguardada del viento por los árboles, saqué toda la ropa de manga larga de mi mochila y me eché a intentar dormir. Eran las 11.

Y el énfasis es en ‘intentar’ porque en menos de una hora estaba recordando las líneas de un poema que se llama The Cremation of Sam McGee en donde el pobre fulano, originario del templado Tennessee, se está muriendo de frío una noche, por andar buscando oro en Alaska. Por más cosas que me puse encima incluida la mochila, estaba tiritando como perro recién bañado, así que al final me senté de nuevo, y con una camiseta amarrada al pescuezo debía dar una impresión lamentable. ¿Quién va a pensar en llevar una chamarra en junio, por el amor de Cristo?

Pues así estaba yo sentado miserablemente cuando pasó un taxi, se detuvo frente a mí, y el conductor me dijo algo en ese francés raro de Bélgica. Yo le contesté que no le entendía bien y me preguntó qué idioma hablaba. Le dije que español. Su respuesta que nunca se me va a olvidar: “Hace mucho frío para esa banquita.” En español.

Me explicó que hacía mucho había vivido en España y que le encantaba hablar el idioma, y desde luego me preguntó qué diablos estaba haciendo yo ahí. Tras explicarle, me dijo que sí, en efecto en Brujas todo cierra temprano y que ahora mismo él ya iba de vuelta a su casa, pero que me subiera con él y de paso me dejaba en el hostal de un amigo suyo. Cuando llegamos eran pasadas las 12, y el taxista tuvo que aporrear la puerta un buen rato antes de que su amigo abriera enojadísimo. Pero el taxista le dijo “Oye, aquí te traigo a un amigo que estaba muriéndose de frío, déjate de cosas y dale una cama.” Con eso le cambió el semblante al hostelero y ambos se pusieron de acuerdo para que desayunáramos juntos al día siguiente y ya que tenían día libre, me llevarían a dar una vuelta por el pueblo.

Ninguno me cobró nada ni aceptó mi dinero; ninguno me dio su dirección para mantenernos en contacto; sólo me dijeron “es lo que se hace”. Sus nombres, Peter y Jan, y su memoria, es con todo con lo que me quedé de ellos.

La segunda experiencia fue más impresionante todavía. Poco después de dejar Brujas llegué a París, a la famosa Gare du Nord, pero teniendo cuidado de tomar un tren nocturno para llegar temprano y aprovechar el día. Esta vez no estaba preocupado por dónde dormir: Loraine, una francesa que había conocido hacía unos meses en Sevilla mientras tocaba la guitarra en un bar, me había dicho que podía quedarme en casa de su hermana y su cuñado en París. Ella les avisaría. Así que llegué relajado, tomé el mapa de la ciudad, vi dónde estaba la casa de Marie, la hermana, e hice el plan para todo el día.

Después de realizar ese sueño de comprarse una baguette, un pedazo de queso y una botella de vino y andar viendo el Louvre y el Pont Neuf, que por cierto siempre estaba lleno de músicos, al empezar a anochecer me dirigí a casa de Marie. Llegué ahí cerca de las 6 y media, entré sin anunciarme porque justo cuando llegué iba entrando alguien más al edificio,  subí al tercer piso y toqué el timbre.

- ¿Diga?
- ¡Hola Marie, soy Alfonso!
- Um… ¿ajá?
- Eh… Alfonso, el amigo de Loraine.
- …
- No… ¿no te avisó?
- No.

Ups.

Empecé a pensar en Brujas, en bancas de parque y en que afortunadamente esa mañana me había comprado una sudadera con ‘París’ en letras de colores, pero el corazón también se me cayó a los pies. Y en eso llegó Pierre.

Y sí, se llamaban Pierre y Marie.

- ¿Qué pasa?
- Pues que mi hermana Loraine aparentemente invitó a este muchacho a la casa y no me avisó.
- Oh.

Recuerde por favor el lector, que no sólo andaba vestido como hippie sino que además traía el cabello largo y barba, y probablemente todavía olía a la botella de vino que justo había terminado de vaciar.

- Perdón, es que Loraine y yo no hablamos mucho, y ella es muy infomal. Pero pasa.

Pierre y Marie no sólo me dejaron entrar y quedarme esa noche, sino que Pierre cocinó algo especial, me preguntaron cuántos días iba a estar en la ciudad y cuando les dije que cuatro, Marie dijo, “Pues entonces lo mejor es que te demos copia de la llave, para que puedas salir temprano y aprovechar, y para no estar avisándonos si llegas tarde”.  No lo podía creer. En efecto tuve las llaves de su casa por cuatro días, salí con ellos y sus amigos una noche, y me llevaron a un bar de Pigalle a ver uno de los espectáculos más estrambóticos que he visto jamás, pero eso será tema de algún otro día.

Y si aún le digo al lector que esta no fue la experiencia más increíble en cuanto a la ayuda ciega que me fue dada por un extraño ese verano, seguramente no me va a creer. Pero también, esa plática es para otra ocasión.  

Lo que quiero decir es que sabemos percibir, pero quizá lo estamos olvidando. Goethe dice que quiere ver a los ojos porque ahí “ve los pensamientos de su interlocutor”. Yo diría que esa confianza, o afinidad,  la reconocemos en los ojos y en la voz y en todo eso que el cuerpo dice aunque queramos ocultarlo. Y si no me cree, tenemos toda la calle que queramos para experimentar.





VIDEO DEL DÍA


El término “Mickey Mousing” se refiere al difícil arte de poner música en coordinación con los movimientos de las caricaturas, y como su nombre lo indica está inspirado en las increíbles primeras animaciones de Disney, en especial las obras maestras que se hicieron allá por los 30s. Una de estas obras maestras es “The Band Concert”, de 1935, en la que Mickey, Donald y compañía interpretan combinaciones de música clásica con música popular e incidental, mientras un tornado los hace volar por los aires. Simplemente magistral:



 

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