Para Yaron y Rebeca
Ah, las historias de
mis padres y el olor de su cocina. Esa sola imagen contiene toda la nostalgia
del mundo. Vivir lejos del hogar es cosa dura, y por supuesto que se acentúa en
las fechas con significado especial.
Pero las primeras dos
Navidades que pasé en China no fueron melancólicas: aún estaba yo en esa fase
de maravilla y de descubrimiento que nos embarga al estar en un mundo nuevo y
extraño.
Ahora bien, a quienes
me conocen y saben que no soy particularmente religioso les parecerá curiosa
esta cosa de hablar con tanto cariño de la Navidad, pero no hay misterio
alguno. Es una época del año que recuerdo con amor al pensar en mi infancia,
pues lo que recuerdo es el ambiente general de alegría y comunión familiar,
mucho antes de haber aprendido qué era la religión. Yo no sabía aún cómo la
religión se relacionaba con esos días de regalos y risas y aromas maravillosos,
y aún estaban muy lejos los días en que tendría que lidiar con mis propias
dudas y empezara a buscar significados diferentes a los que me enseñaron. Pero
de esto no se hable más.
Mi primera Navidad en
China la pasé en el pequeño pueblo de Dongyang, en la Escuela Preparatoria
Zhongtian, donde vivía y daba clase de inglés. Por supuesto que ahí nadie
celebraba esta fecha, pero como veían que su pobre profe estaba tan lejos de
casa, mis colegas compraron un hermoso árbol navideño de algo así como 70
centímetros de alto. Este árbol lo pusieron en el salón de música y lo
decoraron entre ellos y doce alumnos de la escuela —de los casi mil que se
ofrecieron— para que me pudieran hacer una celebración apropiada. Fue algo para
derretir el corazón, con mucha comida china, villancicos cantados con un acento
ininteligible, y una coreografía inexplicable de una canción que estaba de moda
en aquel entonces: Rabbit Dance, algo así como una Macarena china.
La segunda Navidad
también fue buena. Para ese entonces me había cambiado a vivir a Hangzhou, una
ciudad grande y con una comunidad de extranjeros muy nutrida. Cada fin de
semana muchos nos reuníamos para comer o jugar volleyball, de modo que la
Navidad era un evento en el que podíamos reunir a más de cien personas de todos
los continentes.
El problema vino en la
tercera Navidad.
Para entonces ya
estaba yo bien establecido, con una vida más o menos hecha, y la sensación de
constante descubrimiento ya menguaba. Ese año en particular, por alguna extraña
alineación de los astros, mi Navidad iba a ser muy solitaria: nadie iba a estar
ahí en esas fechas. Casi todos mis amigos habían llegado a China más o menos al
mismo tiempo que yo, tres años después ya no eran estudiantes sin dinero,
tenían buenos trabajos y se iban a ir a sus países. En mi caso, yo había estado
en México en octubre y recién estaba regresando así que no había hecho plan de
salir de nuevo en Navidad; de modo que parecía que iba a pasar esta fecha solo
y mi alma. Claro que podía hablarle a unos cuantos amigos chinos, pero el 24
iba a caer entre semana y sabía que sólo tendrían oportunidad de una cena
temprano. Esos días me estaba sintiendo miserable ante tal prospecto y así se
lo dije a Yaron.
Resulta que Yaron y
Rebeca eran una bendición en mi vida. Eran una pareja judía a quienes visitaba
con frecuencia y a quienes amaba entrañablemente por muchas razones. Siempre
encontraban las mejores casas para vivir y a mí siempre me encantaba estar con
ellos disfrutando de conversaciones tan divertidas como inteligentes, hasta
altas horas de la madrugada. Una vez rentaron un departamento al lado del mejor
restaurante de cordero de la ciudad, y después de comer a reventar,
regresábamos para ver cómo Yaron presumía sus habilidades en danzas
tradicionales, escuchar a Rebeca hablar de educación en China, y ver videos clásicos
de Monty Python.
Yaron era un alma
gemela en esto de la conversación. Tenía el rango más amplio de temas de
interés que he visto en mi vida y de todos hablaba con soltura y gracia.
Seguido íbamos a un restaurante japonés donde pasábamos horas hablando de
tecnología, el Viejo Testamento, música online, el sistema financiero global,
acentos graciosos y lo que le quieras sumar.
Creo que el encontrar
un alma gemela para platicar es una de las más grandes suertes y placeres de
los que podemos gozar.
Pues fue en una de
estas sesiones extendidas de conversación con Yaron, que le dije lo deprimido
que estaba ante la idea de pasar una Navidad tan solitaria. En una pausa en la
que nos servían más platos, le marcó a Rebeca y a otra pareja judía que vivía
en la ciudad. Tras unos minutos de hablar en yiddish, me dijo que pasara la
Nochebuena con ellos.
Claro que me deshice
en agradecimientos con él; por lo menos podría estar con extranjeros en
Navidad, aunque estos extranjeros en particular no la celebraran para nada. Pero
me aguardaba una sorpresa.
Esta cena no fue una
cena tipo “pídete una pizza y vamos a hacerle compañía a este pobre fulano.”
Yaron y Rebeca, y la otra pareja judía, me regalaron una de las navidades más
memorables de mi vida. Literalmente lo único que no hicieron fue poner un pino
gigante en medio de la sala, pero se pasaron la tarde entera cocinando recetas
tradicionales de Hanukkah, lo cual es exactamente tan laborioso como las
sesiones de cocina que hacía en casa de mis padres el día 24.
Mi papá y yo nos
metíamos temprano a la cocina, de la que prácticamente nos adueñábamos el resto
del día, preparando cantidades industriales de comida acompañados de cantidades
industriales de vino y de risa, mientras mi hermana y mi mamá iban y venían,
uniéndose a las labores de la estufa, pero más a las de la risa.
Todo esto y más se me
agolpó en la cabeza mientras pasábamos la tarde y me contaban cómo habían hecho
el pan challah, de la salsa que se le pone a las latkas y de por qué no debes
de decirle latkas sino livivot. Comimos como si no hubiera un mañana, como uno
hace, y brindamos por nosotros y por la Navidad, y se me cerró la garganta y
traté de no derramar lágrimas sobre esa deliciosa comida kosher.
Diecisiete años han
pasado desde esa Navidad judía, que mantengo en mi memoria como oro en paño.
Yaron y Rebeca volvieron a Israel y yo me quedé sin mi alma gemela para
conversar. Estos días seguramente hablaríamos mucho más de niños y escuelas,
pero estoy seguro de que haríamos espacio para algunas citas de Monty Python y
para discutir cómo las gaitas escocesas son diferentes de las gallegas.
Feliz Navidad.
En verdad tus experiencias son diferentes a las de muchos mexicanos en el extranjero, mi hija Tania 18 años viviendo en Austria fue diferente, siempre arropada por la comunidad profundamente tradicionalista y religiosa y un día decidió pasarla en Goa, India, invitada por el tío John y ahi conocio a su esposo, cambio total, se caso, vive en San Francisco y sigue disfrutando la Navidad, este año acotada por el COVID, FELIZ NAVIDAD Alfonso
ResponderEliminarSublime historia, y sí, la vida se hace de momentos, son los bellos recuerdos los q nos dan mas vida, q la vida misma
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