Para Rachel
Lo recuerdo como si
fuera ayer. Hay cosas que se te meten en la memoria como un hierro ardiente y
que nunca van a dejarte.
Durante dos semanas,
don Darío nos había estado dando clases especiales para la próxima ceremonia de
Primera Comunión; yo estaba en cuarto de primaria y tenía ocho años porque en
aquel entonces se podía meter a un niño a primaria a cualquier edad en que ya
no te soportaran en tu casa.
El caso es que estaba
yo en escuela católica (marista) y don Darío era un señor mayor todo bueno, que
nos daba la clase de Moral. A mí me caía bien don Darío; una vez me rompí la
crisma en el recreo y él fue el que me puso agua oxigenada en las heridas. Era
una buena persona.
Pero esa clase de
Moral, por el amor de Cristo.
Quizá es que era yo
demasiado chico para estar escuchando historias de terror, o quizá era un niño
demasiado impresionable; probablemente eran ambas cosas, pero en una de las
clases de preparación, don Darío nos contó lo que son los pecados veniales y
los pecados mortales.
Pecados. Mortales.
De esos que cometes y
si no los lavas con expiaciones y lágrimas y no me acuerdo bien qué tanto más,
llegas al Juicio Final con tu ropa blanca manchada de una porquería inmunda que
no se puede quitar. Y no me acuerdo más porque toda la memoria de esa clase en
específico, se concentra en la imagen de que, si cometes pecados mortales, al
morir te vas directo, de cabeza y sin tocar baranda al Infierno, el Gehena
ardiente, donde hay llanto y crujir de dientes, y ardes y estás alejado de la Presencia
por todo el resto de la eternidad.
Esto me lo dijo don
Darío cuando yo tenía ocho años de edad.
No sé si para estos tiempos
decirle eso a un niño ya sea considerado abuso infantil, pero si lo someten a
votación, desde luego que yo estaría a favor de clasificarlo de esa manera. Tampoco
estoy muy enterado de cómo está recientemente la logística del Más Allá, pero
he escuchado que el Infierno ha recibido algunas remodelaciones y que el Limbo
o el Purgatorio o ambos fueron dados de baja por medio de una encíclica u otra.
Cancelé la suscripción a la Gaceta Vaticana hace un tiempo, así que tendría que
preguntarle a algún amigo católico que esté al tanto de las reformas a la
burocracia de ultratumba. Lo cual desde luego no haré.
El caso es que llegó
el día de la Primera Comunión y el protocolo indicaba que debíamos confesarnos,
acto del cual yo tenía una idea bastante nebulosa porque nunca lo había hecho.
Pero, ¿qué tan difícil podía ser?
Así que ahí estaba,
junto con mis compañeros, vestidos de ropón blanco, con un rosario colgado del
pescuezo y haciendo fila frente a una puerta. Un compañero entraba, salía, iba
y se arrodillaba en una banca, juntaba las manos y cerraba los ojos. OK, dije,
esto es fácil.
Llegó mi turno. Entré
por la puerta y pasé a un salón que me pareció inmenso. En mitad del salón
estaba un sacerdote que no conocía, sentado en una silla y con otra silla más pequeña frente
a él. Me indicó que me sentara.
Lo estoy viendo: un
hombre inmenso, gordo, con doble papada, con cara severa y lentes gruesos, con
cabello corto y rizado, y la frente sudorosa. Me miró fijamente cuando me senté
y me dijo con una voz que ahorita mismo estoy oyendo en mi cabeza:
"Dime tus pecados."
No sólo recuerdo
hasta el último poro de su piel y el olor de ese salón; recuerdo a la
perfección el terror absoluto que sentí al escuchar esas palabras, el sentir
cómo la sangre se me bajaba a los pies y el sudor frío bajar por mi espalda.
Mis pecados. Mortales.
No sé cuánto tiempo
pasó: no pueden haber sido más de cinco ó diez segundos, pero el sacerdote, viendo a ese pobre niño congelado y aterrado, suspiró y me puso la mano en el
hombro, diciendo, “Vete y reza un Padre Nuestro.”
Esa fue la única
confesión de mi vida.
**
Fast Forward 40 años.
Tengo una oficina en
China, en la que trabajan 13 personas. Rachel es una de ellas, una chica hermosa
de 20 años que está a punto de graduarse: estudia inglés y español en la Universidad
de Lenguas Extranjeras de Hangzhou. Su nombre en chino es Ruiqi (se pronuncia
algo así como “ruéi-chí”), así que escogió “Rachel” como su nombre en inglés.
Por el momento Rachel
es becaria de medio tiempo; hace traducciones, se encarga de la logística de
las delegaciones que nos visitan cada dos por tres, y es niñera ocasional de
los científicos que tienen que viajar o renovar sus visas.
La adoro, pero no por
ser excelente y responsable en su trabajo; todas mis asistentes son así.
El otro día tenía que
asistir a un evento organizado por el gobierno local, y Rachel me iba a acompañar;
nos subimos al carro y nos pusimos a platicar porque el trayecto iba a ser
largo. La plática llegó, por alguna razón, a los parques de Disneylandia que
hay en China, que son dos: el de Hong Kong (2005) y el de Shanghai (2016). Le
pregunté si había visitado alguno y me dijo que no, que sólo una vez había estado a
punto de visitar el de Hong Kong.
Rachel tenía cinco
años cuando se abrió Disneylandia Hong Kong. Por supuesto era la locura, todo
mundo quería ir y había lista de espera de semanas para conseguir boletos. Un
tío suyo, a quien alguien le debía un favor, consiguió entradas para el lugar y
como él mismo no tenía niños, le dijo a Rachel que la podía llevar. Ella se
rehusó porque no quería ir sin su mamá, quien a la vez no podía ir porque estaba ocupada; así que el pobre tío tuvo que regalar los boletos a alguien más.
Rachel terminó la
historia y agregó, “Creo que es lo peor que he hecho en mi vida.” Cuando la
escuché decir eso me empecé a reír, pero ella me vio seria y me dijo, “No estoy
bromeando, aún hoy me siento culpable de haber hecho sentir así de mal a mi
tío.”
La. Amo.
Con un corazón así, ¿necesitará
confesarse?
Wow! Sin palabras
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