Acerto de Contas |
En 1986 salió el Chrysler Phantom, que fue la forma en que se
comercializó en México la línea LeBaron, y en aquel entonces era un carrazo. En un anuncio que no puedo encontrar por ningún lado, se veía el
carro en lo alto de una montaña, rodeado de relámpagos y con la música de O
Fortuna a todo lo que da, mientras el vozarrón de Claudio Brook decía algunas
ridiculeces que parecían más invocaciones druidas que elogios a un carro: “alma
de estrella encendida, ilumina mi hechizo… Phantom, la más bella línea.”
Eran otros tiempos. Las mujeres usaban hombreras de linebacker bajo
blusas fosforescentes, y por alguna razón los galanazos usaban sacos color
pastel sobre camisetas blancas y zapatos sin calcetines. George Bernard Shaw
dijo alguna vez que “los reyes no nacen, sino que son creados por alucinaciones
colectivas”, pero si cambiamos lo de reyes por "modas" no habría ninguna
diferencia.
Pero no quiero hablar de nostalgias ochenteras. Esas imágenes se me
vienen a la mente sólo porque el anuncio de Phantom fue la primera vez que
escuché O Fortuna, la pieza de apertura de la famosa Carmina Burana, y es el
tema que tomo hoy: la Fortuna ó Providencia.
Más específicamente, el tema de nuestras actitudes hacia ella. En
términos generales, siempre ha habido dos posturas mezcladas en cuanto a la
explicación del éxito: la providencia y el esfuerzo propio. Claro que el éxito
es como el yin-yang y depende más bien de partes finamente mezcladas de ambos
lados, por lo que ser partidario inquebrantable de una o de otra postura es
siempre negar un pedazo importante de realidad. En otro post hablé un poco de
la visión clásica de la Diosa Fortuna u Oportunidad, a quien “la pintan calva”
como decimos en el rancho, precisamente porque hay que agarrarla de los pelos
cuando viene, o desaparece para siempre.
Las posturas religiosas ante la vida por supuesto siempre favorecen la
idea de la Providencia, pero aún los creyentes más fervientes saben que la
actitud correcta es la de “a Dios
rogando y con el mazo dando”: una aceptación de la realidad dual
de las cosas. Esto pasa en todas las culturas. En el otro extremo, las
actitudes fatalistas clásicas o las actitudes desesperanzadas más propias de lo
moderno se decantan por una u otra postura de forma
más drástica.
En la Carmina Burana, y en especial en el O Fortuna, se hace patente el
fatalismo que ve al hombre como juguete del Destino. Los poemas originales,
antes de ser musicalizados por Carl Orff, fueron escritos en la Edad Media por
monjes itinerantes que eran más escépticos que otra cosa, y le cantaban más al
infortunio y a las borracheras que al Señor; o sea que eran algo así como compositores
de tangos medievales:
O Fortuna, velut luna, statu variabilis,
semper crescis aut decrescis;
vita detestabilis, nunc obdurat
et tunc curat, ludo mentis aciem.
Egestatem, potestatem, dissolvit ut glaciem.
semper crescis aut decrescis;
vita detestabilis, nunc obdurat
et tunc curat, ludo mentis aciem.
Egestatem, potestatem, dissolvit ut glaciem.
¡Oh, Fortuna, variable como la Luna,
creciendo y decreciendo!
Vida detestable, oprimes y apaciguas
siguiendo tus caprichos.
Pobreza y riqueza, las derrites como
hielo.
Pero el caso es que la Fortuna pagana, el Azar secular, la Divina
Providencia y sus mezclas con el esfuerzo de toda la vida empezaron a tener
menos credibilidad cuando llegó la idea del Humanismo, que todo lo suplantó por
la suprema voluntad del hombre y su capacidad de raciocinio. Luego, en la
modernidad y gracias al omnipresente imperio de la cultura estadounidense, el
Sueño Americano vino a coronar esta evolución, que si bien arraigó en una
sociedad eminentemente religiosa, ha ido dejando de lado la parte de la Fortuna
y, mezclado con filosofías voraces como el objetivismo de Ayn Rand, han creado
esa fantasía del Rags to Riches (de pobre a millonario), o el Self-Made Man que
es reforzada en todas las películas y mitos modernos. "¡Tú puedes!"
Por ejemplo, aquí hay un video del virtuoso guitarrista Steve Vai, dando
una plática que se llama Cómo Ser Exitoso:
Pongo ese video porque es mucho más agradable que oír a Alex Dey o leer
un artículo de Cosmopolitan, pero si el lector decidió saltárselo, no importa
porque las ideas se reducen a las mismas platitudes: Follow your Dream! (¡Sigue tu sueño!), y ponle toda la pasión y
así.
Y claro, no voy a decir que eso está mal. Pero Mr. Vai dice más o menos esto
en una parte de su plática: “La música es mi pasión, y puedo decir que en toda
mi vida no he tenido que luchar ni un solo día. Porque cuando haces lo que te
apasiona, nada es lucha”. Y sí, suena muy Zen y muy motivador y tal, pero por
favor Mr. Vai, no sea usted infame.
Para quienes no lo conozcan, Steve Vai es un fenómeno de la música,
digamos un Paganini moderno. Aunque empezó a tocar a los 13, para los 17 ya era
un virtuoso, estudiando en la prestigiada escuela de Berklee. Ahora bien, hay
que decir lo siguiente: eso no es —ni con mucho— extraordinario. Hay
literalmente miles de músicos que a los 13 ó 14 años tienen habilidades de
clase mundial y que pudieran tocar en Carnegie Hall, y un gran porcentaje de
ellos son tan apasionados como Steve Vai, si no más. Pero a Steve Vai le pasó
una cosa curiosa: a los 19 años se le ocurrió enviarle una grabación suya —junto con una transcripción que hizo de una intrincada pieza musical— a Frank
Zappa, que en ese entonces (1979) tenía uno de los grupos de rock-fusión más
vanguardistas e influyentes del mundo. Zappa se quedó impresionado con el
talento de Vai, y al año siguiente ya estaba tocando en su banda. A los 19 años, esa fue su primera plataforma.
No hay ninguna otra forma de decirlo: la Fortuna le sonrió. Vaya, no
sólo le sonrió sino que le pagó los tragos, le cambió la ropa y lo presentó en
sociedad. Pero al parecer, la importancia de ser un Self-Made Man no puede
dejarse de lado, y Mr. Vai habla desde
una perspectiva que está alejadísima de la realidad de los miles y miles de
músicos talentosísimos que se la pasan años y décadas "hueseando" (tocando en
bares y bandas de bodas) para pagar la renta, por más pasión y sueños que haya
de por medio.
Otra de las historias que se repite ad nauseam en los posters que se
multiplican por las redes sociales es la de cómo “Bill Gates se salió de la
escuela y fundó una empresa en su cochera”. OK, correcto. Pero William Henry
Gates III viene de una familia que para empezar, usa números en sus nombres, y
la escuela de la que se salió fue Harvard, no la Secundaria Núm. 13 Enrique C.
Olivares. Y se salió porque en ese entonces (1974) ni Harvard tenía las mejores
computadoras, que sí le podía conseguir su familia, así como ayuda legal y MONTONES
de contactos de alto nivel para empezar con su empresa.
Gates es otro genio como Vai: a los 18 años resolvió un problema de
computación combinatoria que tenía años sin resolverse, y se necesitaría otro
artículo sólo para listar las cosas que ha hecho por la computación. Pero su
historia definitivamente no es “era un fulano cualquiera que tuvo un sueño, se
salió de la escuela, puso una empresa y se hizo rico”. ¿Por qué no aceptar que
la fortuna te dio una ayudadita?
Los dichos de rancho todo lo abarcan:
“Suerte te dé Dios, hijo; que el saber
poco te importe”
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