Marzo, 2-28 de octubre, 19...
La estancia con el conde fue breve y
placentera, rodeado de lujos y comodidades. Edmund no tuvo dificultades para
convencerlo de que lo ayudara en su plan de llegar a la India de alguna forma.
¡Ah, espíritu joven y bohemio, mi buen amigo, por supuesto! ¡Yo alguna vez! El
conde se ofreció a conseguirle un pequeño lugar en un barco de un socio y amigo
suyo que en pocos días zarparía, llevando una expedición que se dirigía a
Bombay, saliendo desde Inglaterra. Eso sería perfecto, conde. Pero dígame,
amigo, ¿cuál es su destino en la India? Porque sabrá usted que es un país
enorme y... No se preocupe, con llegar a Bombay será mucho más que suficiente,
es un viaje de investigación, ¿sabe...? Ah, los jóvenes y su ansia de conocer,
claro, claro... sobre todo cuando se tiene un temperamento artístico... pero
mire, pase a la sala mi amigo, ¿recuerda usted ese cuadro que está colgado en
la pared...?
Edmund le estaba muy agradecido al conde. Era
una suerte, la verdad, el haber conocido a ese hombre años atrás en Montmartre,
mientras pintaba. Hacía trece días que se encontraba a bordo del barco de carga
Hélène, junto con una tripulación un tanto callada pero buenos compañeros de
todos modos. El mareo de los primeros días estaba olvidado por completo y
Edmund exploraba este pequeño mundo flotante, a la deriva (le parecía) sobre un
mundo de agua. Mundos que contenían mundos, donde Edmund exploraba. Había en el
barco una zona de carga prácticamente vacía —pues hacía ya días que un cargamento
de maquinaria había sido bajado en Marruecos, y el equipo científico para la
exploración que habían mencionado ocupaba tan sólo dos cuartos pequeños. Había
también una cubierta relativamente espaciosa por la cual podía pasear y
contemplar el mar tanto como se le antojara. Lo cual ya no se le antojaba mucho
después de apenas dos semanas. Empezaba a preferir pasar largos ratos en su
camarote, escribiendo en una especie de diario —como el diario de Rilka, en
quien a veces pensaba— sus sensaciones del viaje, soñando despierto,
recordando las cosas que dejaba y en general dándole a su mente bastante
espacio para divagar a sus anchas. El sedante ruido del mar se ocupaba de
ayudar y dirigir y a veces hasta a modelar su tren de pensamientos, esas
ilaciones que vistas desde fuera no son sino secuencias aleatorias de conceptos,
pero que están perfectamente relacionadas y justificadas para quien las genera.
Por las noches era cuando más gustaba de salir
a la cubierta y explorar hacia afuera. Era cuando la luz que se reflejaba en el
espejo líquido e infinito le parecía más soportable. Encontrarse en medio del
mar en medio de la noche con un cielo perfectamente estrellado era una
experiencia que llenaba y exaltaba y saturaba sus sentidos. Salvo las ocasiones
en que los sorprendía algún exabrupto marino, que lo obligaba a velar por no
estar acostumbrado a dormir en medio de semejantes bamboleos.
Fue primero en esas ocasiones de poco sueño y
después más y más frecuentemente, que Edmund ocupó su espacio nocturno en
escuchar una voz lejana, incomprensible pero extrañamente cómplice, de algún
modo compañera y camarada suya, encontrada por casualidad (?) una noche de
dichos bamboleos. Entre su ligero equipaje, que constaba mayormente de ropa y
menormente de artículos de higiene personal, llevaba un pequeño radio de onda
corta que alguna vez había recibido como obsequio de cumpleaños, de parte de su
ahora distante amigo Alan. El aparato era compacto y práctico, y tenía la
notable propiedad de poder captar las transmisiones de estaciones de radio de
una increíble cantidad de lugares del mundo.
Fue en el día número once de su viaje que
encontró esa maravillosa estación por primera vez y, aunque gustaba de explorar
músicas y noticias en muchos idiomas ajenos, al final fue esa sola estación, a
horas avanzadas de la noche, la que ocupaba el privilegio de la sintonía. A la
hora en que lo sintonizaba siempre, había un programa de música folklórica de
Europa del Este, intercalada con canciones americanas clásicas de los 30’s y
los 40’s: una muy peculiar amalgama. Y aunque muchas veces la programación no era
muy interesante —se tornaba algo repetitiva después de escuchar con frecuencia
el programa— era esa voz, la voz de la locutora, la que lo mantenía pegado al
radio y esperando a que terminara cada canción. El idioma era incomprensible y
Edmund conjeturó que la estación de radio tenía como origen Checoslovaquia, tal
vez por alguna imagen nostálgica y hermosa que le había inspirado Praga en su
única lejana visita. Y también porque siempre hay que saber el origen de algo
para no naufragar. Por eso también tal vez había dado tan fácilmente aquél
libro negro a su amigo, ese libro sin origen, que lo fascinaba y lo amenazaba a
la vez. ¿Qué habría sido de aquél libro? ¿Lo habría dado Alan a alguien más? No
lo sabía, ni quería averiguar su origen, ni el origen de su ahora —por
momentos descabellada— travesía. Pero el origen era válido, sí, debía ser
válido y justificar todo el movimiento, todas las cosas. Aunque él no lo
comprendiera, aunque le dijera casualidad, magia o destino, aunque su
significado lo evadiera, el significado debía existir y justificar todas las
cosas. Bien, tal vez llegaría el momento de pensar en ese origen alguna vez.
Hoy no, hoy no. Hoy... aunque no comprendiera, lo buscaba de otra manera, menos
aterradora: asignaba el origen de una voz desconocida, incomprensible y
fascinante. Y el origen era Checoslovaquia, ¿bien?
Así que se hizo de una amiga checa, de una voz
evocadora y que le infundía esperanza y le causaba una profunda simpatía aunque
no pudiera saber de lo que hablaba y probablemente lo que hablaba no fueran más
que reseñas de la música que terminaba o que seguía, pero eso no importaba; lo
que importaba era su tono, su calidez, las inflexiones y los matices de esa voz
que lo reconfortaba y le hablaba como sólo puede hablar un amigo que se ha
encontrado en mitad de un largo viaje. Un viaje que a veces es bamboleante y
asusta.
Fade
in.
Noche.
En un desierto, dos lobos solitarios, cada uno sobre una meseta, aúllan a la luna.
Fade
out.
Fade
in.
En
otro lugar cercanolejanoinmediato dos delfines sonrientes cruzan el mar, saltando.
A lo
lejos, se escucha sonido de estática y de olas que rompen sobre un acantilado.
Sobre el acantilado, se aprecia una pequeña casa que domina la costa.
Noche
sin estrellas. En la sala de estar, dos hombres conversan en voz baja.
Al
acercarnos podemos escuchar que uno de ellos, ansioso, pide consejo al otro.
Su
amigo contesta algo inaudible, trata de calmarlo, el otro poco a poco se relaja
y se queda dormido.
Fade
out.
Una voz en mitad de la nada, recogida por una
diminuta antena a través de miles de kilómetros de distancia indiferente,
distancia existente o no. Una voz llegando hasta alguien que pudo ser su amigo
o su amante, que es su amigo o su amante pero que nunca podrá demostrarlo; una
voz que nunca se enterará de su destino, que por el hecho de ser y de estar
viajando en el espacio que existe o no, ha trascendido a otro lugar y a otra
conciencia sin saberlo. La voz no tiene propietario, para Edmund su sonido es
toda su justificación; no necesita ser impersonada ni imaginada, asignada a un
cuerpo o a un rostro.
Una voz amable y bien timbrada que en mitad de
la noche ríe
y
comenta historias y canciones
y
habla en húngaro.
— Telares, V. 4.
VIDEO DEL DÍA
“Limbo, the Organized Mind” es una animación psicodélica-surrealista realizada en 1966 por Jim Henson, como un experimento de cómo se organiza la mente frente al caos y que se presentó en televisión nacional en 1974. Y si le suena de algo el nombre de Jim Henson, sí, es el mismo que más tarde creó Los Muppets:
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