'ALICE IN CYBER WONDERLAND', por
makananjugaseni
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Los sauces callan después de la tormenta. Su mirada no se detiene en ninguna parte del paisaje mientras camina por el fango. El frío penetra hasta los huesos de unas piernas que a duras penas sostienen el cuerpo. Sólo un paso. Uno más. Uno más... Uno menos, uno menos.
Sin levantar la mirada sabe cuántos pasos quedan hasta
la boca de su guarida. Siente un golpe de fuerza renovada pensando en la
oscuridad envolvente, en el silencio protector. Sabe que esa seguridad es pobre
sustituto del calor olvidado de su hogar, pero afronta con brío el último
tramo. Levanta otra vez la pesada bota llena de fango, y se detiene,
petrificado, al oír un alarido estremecedor. El cuerpo se tensa, el dolor no ha
desaparecido, pero el dolor es el menor de sus problemas, tan sólo una
sensación física. Hay cosas peores... la inquietud; el temor a que el próximo
minuto sea el último. Se siente rodeado, igual que una de esas alimañas que,
tan sólo hace unos días, él mismo perseguía. El nudo de terror en la garganta
le impide recordar que, de todas las bestias que caminan en la noche, él es la
más peligrosa. La sangre que aún mancha sus manos desnudas lo demuestra.
Sangre. El sabor a herrumbre le colma el paladar. El
terror da paso a una emoción animal. Es un cazador. Siempre, ante todo.
Pasada la primera punzada de pánico, sigue arrastando sus
pisadas con la sensación creciente de estar nadando contra todas las corrientes
del mundo para finalmente, morir en la orilla. Y tal vez no con la rapidez y
dulzura del ahogado exhausto. “Camina, infeliz, camina… es otro alarido, como
los otros… no te tumbes, jamás te tumbes en el barro y te abandones, como los
otros… como … ¿quiénes eran? Mucho tiempo ha pasado desde que se tumbaron en el
barro. No. Tú no.”
La cueva es una oquedad en la piedra caliza; el agua
resbala arañando surcos en la pared. El sonido pronto le conduce al letargo y
le refresca la sesera. Arrastra su última presa al fondo de la guarida, donde
se amontonan huesos y carne putrefacta. En aquel rincón, el hedor nauseabundo.
Pero ya no distingue lo repugnante de lo vivo; convive con ello igual que una
bestia.
Noche, todas las noches la misma noche. Sin saber si
los alaridos vienen de fuera o de dentro de sí. Siempre es noche para él. Noche
en la que los monstruos toman forma, el miedo cobra solidez y él, en su
naturaleza más animal, mata y luego se refugia. Así había sido siempre, y
siempre sería. Así debía ser. O eso quería pensar antes de cerrar los ojos una
noche más. Una noche menos.
Cierra los ojos. La humedad aún no abandona sus huesos
y siente cómo la náusea avanza hacia su garganta. Abre los ojos o cree que los
abre. ¿Es náusea, es un peso sobre su pecho? Siente la familiar masa inerte
sobre su cuerpo y una vez más, un clavo de frío en la nuca le despierta. Está
sudando, a pesar de que cada noche el hielo invade hasta el último recodo en el
exterior de la gruta y exhala su respiración de muerte al interior. Abre los
ojos y los clava en la bóveda de la gruta; infinidad de ojos diminutos le observaba
desde allí, como cada noche. Oscilan en un vaivén hipnótico que le devuelve una
suerte de clarividencia. Pero los momentos se suceden y como siempre, nada
ocurre. Sólo el miedo. Puro, animal.
El
timbre de la puerta la devuelve al mundo real. Al mundo en el que pasa más
tiempo, por lo menos. Irene desconecta la interfaz neural y recupera poco a
poco su propia identidad, su propio género. Tarda unos segundos en recordar su
nombre, su vida, su trabajo… el timbre de la puerta insiste y los pies descalzos
cruzan la habitación de lujo sobre la mullida alfombra, aún sintiéndose mitad
prófugo bestial, aún no volviendo a ser por completo una aburrida cibercirujana.
Su saliva aún le sabe a metal —a sangre— cuando escucha la voz monótona en el
intercomunicador.
Abre
la puerta. El hombre desconocido mira sin mirar, e Irene percibe de inmediato
el brillo metálico del iris que define a los organismos robóticos. Irene no
tarda ni un segundo en reconocer el modelo, poco sofisticado, que la ve estúpidamente.
Suspira resignada mientras alcanza su maletín con las herramientas de
diagnóstico. ¿Por qué todos los cacharros estropeados terminan llamando a su
puerta?
Ha
sido de una rara constancia. De alguna manera, durante las dos últimas semanas,
el software de aquellas unidades básicas —diseñadas por su abuelo casi medio
siglo atrás— estaba fallando de forma que no podía ser aleatoria. El fallo era
fácil de diagnosticar pero muy difícil de erradicar; un virus latente en los
circuitos que provocaba una repentina sobrecarga en los neuronodos,
alinéandolos como si de pronto fueran hemisferios cerebrales interactuando, lo
que se traducía en un alud de preguntas a sus dueños, preguntas infantiles que
iban cobrando más y más urgencia hasta que por fin, los exasperados humánidos
terminaban activando la opción de lobonulificación y enviándolos a reparar.
Pero todos llegaban con ella, sólo con ella.
Ahora
que lo pensaba, era también desde hacía más o menos dos semanas que sus
aventuras de inducción neural le habían empezado a causar esas pequeñas
alucinaciones sensoriales durante el día, como el sabor a sangre en su boca
mientras diagnosticaba al androide de mirada perdida.
Su
abuelo, su padre, y por último ella, habían dedicado la vida al diseño
robótico, con la esperanza de crear, en cada iteración, un ejemplar más
sofisticado, más adaptable… más similar a la naturaleza humana. La búsqueda del
alma clónica le había llevado toda la vida… su joven vida, ya que apenas si contaba
con treinta y cinco años, pero aún se hallaba muy lejos de siquiera poder
superar la prueba de Turing-Chang, ya no digamos poder engañar a un sistema
transcuántico.
Y
sin embargo, las preguntas y la casi desesperación de estas unidades básicas,
estúpidas, era algo completamente nuevo, algo que no se había observado ni en
los modelos más modernos del ICTR. Ella no había sido testigo directo de los ‘episodios’
—como los habían empezado a llamar— pero las descripciones y las grabaciones
eran suficientes como para haberla hecho abrir, incrédula, un archivo violeta para
ir analizando los casos. Y he aquí que un nuevo modelo fallaba y venía con
ella. De todos los cibercirujanos en el área, de nuevo sólo con ella.
Prepara rápidamente
la interfaz para ver la grabación de este nuevo episodio.
… Por donde pasa el cazador, callan
las voces de los animales. Sus manos acarician el acero de la navaja, mientras se agazapa en una oquedad
perfecta, disimulada.
La
alucinación hace desaparecer momentáneamente el aeromonitor, su mano sobre él,
su habitación. Al volver a enfocar los ojos en su propia realidad, ve su cuerpo
encorvado y las manos crispadas. Había roto el detector aural con la sola
presión de su mano.
Aterrada,
torna su mirada al androide y se da cuenta de que éste ha girado la cabeza y la
ve directo a los ojos; ese androide viejo y lobonulificado está viendo a Irene
con sus iris de nanocarbonoides y parece saber lo que acaba de experimentar.
Lentamente, abre su boca y la deja así un largo tiempo, sin emitir sonido, sin
parpadear ni mover el resto del cuerpo. Viéndola.
Dos
hilos de sangre sintética se escurren por las comisuras de su boca. Y sonríe.
*
Un Cadáver Exquisito por: Rafa del Río, Gusa Pira, DC
Sánchez, Lourdes Tebé, José Enrique Serrano Expósito, y
Alfonso Araujo.
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DEL DÍA
Ha quedado incluso mejor de lo que me esperaba. Me siento además muy satisfecha porque este es mi primer cadáver exquisito "enterrado", es decir, en el que de alguna manera se ha conseguido completar un todo completo. Buen trabajo, tanto de los participantes, como el tuyo, Alfonso, dando los sutiles retoques que respetan los aportes a la vez que mejoran la fluidez.
ResponderEliminar¡Descanse en paz! Gracias por los comentarios y felicitaciones a los escritores. Avienten las flores a la fosa, y pasemos a otras aventuras de palabras.
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