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Por Laurence Sterne.
“The
Sword. Rennes” en “A Sentimental Journey through France and Italy, by Mr. Yorick”,
Vol II, cap. 8. (1768).
Cuando estados e imperios declinan, les toca el turno de saber lo que
son la angustia y la pobreza —mas no me detendré aquí a explicar las causas que
gradualmente trajeron la ruina a la casa de d’E****, en Bretaña. El Marqués d’E****
había resistido con gran firmeza ante las circunstancias, deseando preservar y
mostrar al mundo alguna reliquia de la gloria de sus antepasados —mas las
indiscreciones de aquéllos habían hecho que incluso este deseo sobrepasara las
fuerzas del marqués. Quedaba suficiente para cubrir las exigencias que pide el
vivir en la oscuridad —pero tenía dos hijos que lo veían buscando iluminación,
y el marqués pensó que la merecían. Intentó valerse de su espada, pero no pudo
abrirse camino con ella, y la sola montura era tan valiosa que el simple cálculo
económico forzaba su mano: no había otro recurso que el comercio.
En cualquier otra provincia de Francia excepto en Bretaña, esto
significaba arrancar para siempre la raíz del pequeño árbol que su orgullo y
afectos deseaban ver brotar de nuevo. Pero en Bretaña, existiendo cierta
provisión para estos casos, se acogió a ella; y aprovechando una ocasión en que
los poderes del estado estaban reunidos en Rennes, el marqués entró a la corte acompañado
de sus dos hijos, y alegando su derecho al uso de una antigua ley del ducado, dijo que aunque rara vez era invocada esto no
la hacía menos vigente. Así diciendo, apartó su espada de su lado y dijo,
Tomadla y sed fieles guardianes de ella, hasta que tiempos más venturosos me
pongan en condición de reclamarla.
El oficial presidente aceptó la espada del marqués, y éste se quedó aún
unos minutos más, para verla ser depositada en el archivo bajo su nombre, tras lo
cual partió.
El marqués y su familia se embarcaron al día siguiente a Martinica, y tras
diecinueve ó veinte años de industrioso trabajo en el comercio, y de recibir algunas
herencias inesperadas de parientes lejanos, regresaron a su hogar a reclamar y solventar
sus títulos.
Fue un caso de buena fortuna —que no le pasa a ningún viajero que no sea
un viajero sentimental— el que me encontrara en Rennes justo en el momento de
este solemne acto: y le llamo solemne, pues así es como lo percibí. El marqués
entró a la corte con toda su familia: él del brazo de su señora, su hijo mayor
tomando a su hermana del brazo, y el hijo menor al lado de su madre. Dos veces
el marqués llevó un pañuelo a su rostro.
—Había un silencio absoluto. Cuando el marqués estaba a seis pasos de la
tribuna, dejó a la marquesa con su hijo menor y, avanzando tres pasos, hizo el
reclamo de su espada. La espada le fue devuelta y, al momento de tenerla en su
mano, la sacó casi completa de su funda —era el rostro brillante de ese amigo a
quien un día había abandonado. La miró con atención desde la empuñadura y a
todo lo largo de su cuerpo, como si comprobara que era la misma; y cuando
observó una mota de herrumbre que se había formado cerca de la punta, la acercó
a sus ojos mientras bajaba su cabeza. Creo haber visto una lágrima caer en el
lugar exacto, y no creo engañarme con lo que siguió.
“Debo hallar”, dijo el marqués, “alguna otra forma de quitar esa mancha.”
Al decir esto, regresó la espada a su funda, hizo una reverencia a quienes
habían sido sus guardianes y, junto con su esposa y su hija y sus dos hijos, se
retiró.
¡Ah, cómo envidié lo que el marqués sentía en ese momento!
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