El hombre siempre ha
querido saber el futuro. Desde lo más sencillo y primitivo (“¿me irán a hacer
mal estas hierbas si me las como?”) hasta lo más complicado (“me irá a hacer
mal si le declaro la guerra al reino vecino y hago alianzas con sus enemigos, que
hace 10 años también eran enemigos de mi reino?”).
Y para predecir el
futuro se ha encontrado que hay infinidad de maneras: viendo signos a su
alrededor e interpretándolos, de preferencia a su favor. Ningún signo o
portento ha sido considerado demasiado humilde o demasiado alto para analizarse
y de ahí adivinar lo que ese esquivo destino nos oculta: tripas de gallinas,
guijarros en la arena, hojas de té recién tomado, mujeres refundidas en cuevas
con emanaciones alucinógenas, cometas inesperados, la parsimoniosa danza de las
estrellas. Todo vale, todo sirve.
En otro lado he dicho
que los oráculos son una estrategia y una trampa: un lenguaje ad hoc que puede
ser interpretado e incluso útil, pero que refleja tan sólo una respuesta que ya
idealmente debería estar presente en el espíritu de quien la hace, y que en
realidad la última estación a la que se debe llegar, es a desecharlo y confiar
en el propio discernimiento.
Pero claro, eso se
dice más fácil que lo que se hace. Un oráculo es más atractivo. Intentar
adivinar el futuro y correr ese velo misterioso —con tan sólo ver cómo caen
unos palitos en el suelo o las figuras que forma el humo de una varita de
incienso— es siempre más
tentador que sentarse a pensar con cuidado hasta encontrar la solución de un
problema. Además hay que pagar por el incienso y el experto intérprete del
humo, y por pasar media hora entretenidos y asombrados en su salón a media luz
y con algunas místicas campanas sonando de fondo; y si estamos pagando por algo —y pagando generosamente—, es que nos van a dar lo que nuestro dinero vale, y así nos
tienen que parecer de valiosas las respuestas, aunque sean las mismas para
todos los que van a preguntar. Por otro lado, al sentarnos a pensar en un
sillón a divagar, nos parece que estamos simplemente perdiendo el tiempo de
forma vil.
En suma, que no
confiamos en nuestras propias fuerzas mentales. Y como rara vez estamos en
disposición de meditar con tenacidad, y casi siempre estamos en disposición de
ser entretenidos, no es difícil saber por qué la adivinación nunca dejará de
ser popular.
Ahora bien, hay
adivinaciones más respetables que otras.
De entre todas las
cosas que se han usado para hacerle trampa a la diosa Fortuna, la bibliomancia
es quizá la forma más sofisticada, y siempre preferida por la clase aristocrática.
Se refiere a la consulta de libros sagrados o por lo menos con un alto grado de
respetabilidad, y con el tiempo se refirió en particular a la Biblia. Por
supuesto, qué va a ser lo mismo decirle a un brujo con un hueso atravesado en
las narices que aviente huesos de pollo en su patio trasero, a consultar un
delicado texto escrito a mano por monjes encorvados y medio ciegos de tanto
hacer hermosas caligrafías e ilustraciones: un pasaje abierto al azar, y
tenemos palabras de sabiduría prêt-à-porter.
Nada qué ver.
En tiempos de los
romanos, dichas consultas se llamaban Sortes, y se llegaron a consultar de esta
forma las obras de Homero y de Virgilio. En Persia, el texto por excelencia
(hasta la fecha) es el Divan, que es un hermoso poemario del poeta Hafiz; y en
China está el famoso I Ching, que es como el decano de la adivinación. Pero en
Europa, con el ascenso de la popularidad del cristianismo, la Biblia fue el
texto obligado para consultar en épocas de trepidación del alma o de algún
asunto de herencias que se salía de cauce, y la práctica se denominó Sortes
Sanctorum.
Que si me preguntan,
me parece que es más grato para el alma esa rapsodomancia de los persas, o sea
la rama de la adivinación que usa textos poéticos para sus consultas, y más con
poetas como Hafiz que no importa lo que le preguntemos, nos va a contestar con
amor, perfumes, exaltaciones, vinos y los brazos de la amada. ¿Alguien quiere
más respuestas que esas? Para ser justos, las Sortes Sanctorum en principio
usaban los libros más amables, como los Salmos; porque la Biblia como la
conocemos tomó mucho tiempo, selección, censura, Undo’s y discusiones
bizantinas.
Pero como en Europa y
Occidente en general nos dio por ser unos puritanos o miedosos o neuróticos de
todo tipo, la práctica que siempre fue muy popular, comenzó a ser demonizada,
porque dale tiempo a un obsesivo sin sentido del humor ni de la estética, y
despotrica contra cualquier cosa. Y cuando uno —o varios— de esos neuróticos
celosos y recalcitrantes, se dio cuenta que en el fatídico Deuteronomio 18:10
se prohíbe con no poca vehemencia la adivinación, ni tardo ni perezoso se lo
hizo saber a la jerarquía y la burocracia responsable, para que le hicieran
saber al respetable que no se debía consultar la palabra de Dios tan a la
ligera. Así que la tradición se fue perdiendo, y he aquí que por esa insondable
hondura que tiene el espíritu humano para darle cabida a cuanta cosa se arroje
en ella por disímil que sea de las que ya están asentadas en su interior, no es
raro ver a una buena conciencia cristiana ir a consultar unas barajas gitanas o
pedir a un médium que le dé el recado más reciente de su querido tío que se le
adelantó en el viaje final, y rechazar abrir de vez en cuando el libro de
Proverbios.
Lo cual es una pena,
porque los referidos neuróticos fundamentalistas habrían hecho bien en estudiar
más filología y salir un poco a que les diera el aire y platicar como gente
normal; ya que el referido pasaje de Deuteronomio —con lo infame que es en general ese libro, en
su tono reprobatorio y de fuego y azufre— lo que quiere decir es más bien razonable:
primero, que se prohíbe la necromancia, que es hablar con los muertos, porque
todos sabemos cómo termina cualquier película donde un grupo de adolescentes se
pone a jugar con una ouija; y lo otro que se prohíbe son los encantamientos y
la interpretación de portentos, o sea el equivalente de aquel entonces de
ponerle toloache al marido, y de decir cada dos por tres que se va a acabar el
mundo porque viene el virus del milenio o porque hay calentamiento global. Probablemente.
Pero abrir inocentemente un libro —y en especial un libro sagrado— para consultar,
definitivamente no está tipificado como ofensa que acarrea el tercer círculo
del infierno.
Pero en fin. Quizá es
para bien. La verdad es que con lo heterogéneos que son los libros de la Biblia,
y con las abismales variaciones de tono entre, digamos, algo tan dulce como el
Sermón de la Montaña y algo tan bárbaro como Jueces, mejor no abrirlo así a la
ligera. Digo yo, para evitar recibir consejos por lo menos confusos como el que
me salió el otro día, que abrí el venerable libro y para mala suerte leo a Mateo 27:5,
o sea:
Y arrojando las piezas de plata en el templo, salió, y fue y se ahorcó.
Pensando que quizá no
estaba consultando con el fervor adecuado, cerré el tomo y volví a abrirlo,
pero no fue ningún consuelo leer a 1 Pedro 2:21:
Pues para esto fuisteis llamados.
Um. A la próxima me
limito al Cantar de los Cantares.
VIDEO DEL DÍA
Somewhere in Dreamland (1936), de
los hermanos Dave y Max Flesicher, es un corto animado basado en una canción
del mismo nombre y con el tema de la esperanza y la generosidad, en medio de la
pobreza de la Gran Depresión de los 30s. El corto es muy hermoso y además
técnicamente significativo en la historia del desarrollo del Technicolor:
Excelente como siempre
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