lunes, 27 de diciembre de 2021

Fulgencia

 

Era sólo un pajarito. Uno de entre miles de millones que nacen y mueren cada día. Uno más.

Pero mi niña no podía parar de llorar. Porque era su pajarito. Se llamaba Fulgencia. Y mi niña la amaba.

Desde que llegó y desde que tuvimos que pasar horas con la mano en alto, con el alpistle en nuestras palmas, esperando que Fulgencia perdiera el miedo y se acercara cada vez un poco más. Que primero bajara a posarse en las ramas de las plantas que están en las macetas de la terraza, para luego poco a poco ir a robarnos una semilla y volver volando al techo a toda prisa. Desde entonces la amó.

Le dimos nombre y la llamamos por ese nombre, su nombre.

Luego perdió el miedo y el recato, y gustaba de posarse sobre nuestras cabezas, nuestros hombros, mordiéndonos suavemente una oreja, cantando y yendo y viniendo de un hombro a otro: y todo ese tiempo la amó. Porque la llamaba por su nombre, y ella lo entendía, y volaba a su mano.

De entre los miles de millones de pajaritos del mundo, ella era quien mordisqueaba nuestras plantas y quien intentaba arrancar las teclas de la computadora, y de quien sabíamos su nombre y el significado de sus cantos.

Mi niña no podía dejar de llorar al acunarla en sus manos, y extenderla sobre una almohada y abrirle sus hermosas alas blancas y celestes. “Te gustaba volar.” Sollozó mucho tiempo, viendo los ojos abiertos y acercándole una foto a su pico inmóvil para decirle, “mira, eres tú”. Y repitiendo su nombre. Su nombre.

La cubrió con una manta y se puso a escribir algo en su diario, que aún no me ha invitado a ver.

 

Todos somos uno más, uno entre miles de millones; desconocidos hasta que sabemos nuestro nombre y atisbamos nuestras vidas, e importamos. Un pajarillo de entre tantos, puede llenar así un corazón; pensamos que somos más que pajarillos, pero sin saber el nombre, ni los ojos ni la voz ni la historia, nos importamos menos y no hay memoria que permanezca.

 

Este pajarito tenía suaves plumas blancas y celestes, y tenía nombre.

 

Se llamaba Fulgencia.

  

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