jueves, 21 de octubre de 2021

¿Soy acaso el Candidato de Manchuria?

 

Era tarde, serían las 11 de la noche pasadas. El día en la universidad había sido pesado y yo ya estaba echado en la cama. La puerta de mi cuarto se abrió y mi papá me dijo “te hablan” en su estilo lacónico.

Me levanté —refunfuñando por supuesto— y fui al “cuarto de la tele”, donde mi papá volvió a ocupar su puesto en el sofá largo. Veía una película vieja de guerra, de las que tanto le gustaban: cada vez que mi hermana o yo íbamos al videocentro, él nos encargaba rentar Los Cañones de Navarone, Batalla en el Pacífico ó El Puente Sobre el Río Kwai. En esta ocasión estaba viendo algo de ese estilo, en el cine nocturno del canal 5 (el 6 de Monterrey). Me senté en uno de los sillones, el que está al lado del teléfono, y me puse a hablar bajito por un buen rato, mirando la alfombra verde desteñido que habíamos traído cuando nos cambiamos de casa, y que mi hermana decía diario que ya deberíamos cambiar, por el amor de Cristo.

Todo eso lo recuerdo perfectamente, lo puedo visualizar como si hubiera sido ayer, aunque han pasado 35 años.

Después de un rato terminé la llamada, colgué el teléfono color crema, que aún era de disco (pero integrado en el auricular, qué chic) y me regresé a dormir.

A la mañana siguiente me desperté, me quité las lagañas de la cara y fui a la cocina, donde ya se percibía que mi papá había hecho algo delicioso como de costumbre. ¿Les he dicho que era el mejor cocinero en la historia de la humanidad? Porque lo era. Podía hacer un par de huevos estrellados y de todas formas quedaban como un manjar de los dioses. Cuando nos sentábamos a la mesa a recibir alguna de sus creaciones, se acercaba con la sartén humeante y decía su sempiterna frase, “ahora a ver quién se come este mugrero.”

Mi mamá, al ver cómo había quedado la estufa y sus alrededores, también profería su propia, infaltable frase , “parece que aquí bailaron los indios.”

Así era el ritual.

Esa mañana eran huevos con salsa y frijoles, que me serví con el regocijo cavernícola de costumbre, y me senté en mi lugar en la mesa redonda del antecomedor: al lado de la pared de ladrillos, dando la espalda a la ventana. Mi papá estaba ya comiendo, sentado en su lugar: justo frente a mí, dando la espalda a la estufa.

Puedo recordar los olores de la salsa y el café, su rostro recio con grandes lentes bifocales, sus manazas rompiendo en dos la tortilla para hacer una cuchara. Una de esas escenas de tranquila felicidad cotidiana que con frecuencia apreciamos en toda su profundidad sólo cuando la miramos a la distancia, con sonrisa agridulce.

Así que me puse a “trozar y endilgar” como si no hubiera un mañana, aunque justo era de mañana, y mi papá preguntó, “¿quién te marcó anoche tan tarde?”

“¿Eh? ¿Hablar? ¿A mí?”

“Tomaste una llamada y estuviste hablando frente a mí, pero no te puse atención porque estaba viendo una película, y yo no pregunté quién era.”

“What.”

No podía recordarlo. Sólo tras una larga, larga explicación la memoria por fin regresó: recordé perfecto la escena, así como la describí antes. Yo levantándome de la cama, tomando el teléfono, hablando durante un rato, colgando, volviendo a mi cuarto.

Pero nada más. No sabía quién me había llamado ni de qué habíamos hablado. Ni la más remota idea. Los dos nos mirábamos estupefactos, por diferentes razones, mientras mi desayuno se enfriaba. Finalmente dije, “pues debe ser alguien de mucha confianza, no cualquiera me va a hablar a esas horas de la noche. Al rato pregunto en la escuela.”

Nadie me había llamado. 

Esto es, nadie de a quienes pregunté: un puñado de amigos que podían atreverse a llamar tan tarde. Y si había sido alguien más, nadie se me acercó a decir algo como “oye, de lo que hablamos anoche...”.

Ni ese día ni en los días siguientes ni nunca. Jamás supe quién me llamó, nunca lo averigué. A 35 años de distancia, lo recuerdo todo: me visualizo a mí mismo sentado en el sillón de madera con un cojín verde, al lado de la televisión, con el auricular en el oído, pero del otro lado... un vacío imposible de llenar, una memoria en blanco absoluto.

 

La conciencia es una cosa líquida, que fluye del día a la somnolencia y luego al sueño, y a veces se decanta en un engaño: las palabras borrosas de la ebriedad, los delirios de la emoción exaltada, el piloto automático del sonámbulo. A veces es sólida y firme, concentrada en resolver un problema o en la creación de una obra de arte; a veces vacila, resbala y se hace vaporosa: inasible y sugestionable.

¿De quién fue esa voz al otro lado de la línea? ¿Fue una llamada inocente? ¿Fue un personaje malévolo de película, sugestionándome con rimas hipnóticas mientras mi conciencia estaba en estado fluido? ¿Espero aún una palabra clave que dispare una respuesta inesperada?

¿O es que la palabra clave ya sucedió, en algún momento de estos 35 años, y cumplí mi misión sin saberlo?

La verdad dura y fría es que nunca lo sabré.

   


  

2 comentarios:

  1. WOW! que historia! Increíble.. gracias por compartirlo. Lo visualice también.

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  2. Te creo totalmente, tal vez tu inconsciente ya cumplió lo que el o la de la llamada pidió. Gracias por compartirlo, me hizo pensar en algunas lagunas mentales

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