Para Alicia
El filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951) propuso la idea de
que “el límite del lenguaje es el límite del mundo.” Esto es, que una cosa que
no es concebible ni expresable, no tiene sentido. No quiere decir que exista o
que no: simplemente no se puede decidir sobre el asunto. Por ejemplo, la frase
“hay cosas que existen, pero que están más allá de la capacidad humana de ser concebidas”
no es verdadera ni falsa. Esto quiere decir que, como no hay un
referente para ella, simplemente no tiene sentido. Sólo parece referirse a algo pero en realidad no es así, porque cuando
hablamos, concebimos, aún sean cosas inexistentes como unicornios o dragones,
que son combinaciones de otros elementos. Pero esa frase de arriba no tiene
ningún referente, de modo que no tiene sentido.
Dejando de lado la alta filosofía por la que transitaba Wittgenstein, en
nuestra experiencia podemos ver ejemplos de estos límites cuando tratamos de
traducir de un idioma a otro. Si hablamos sólo un idioma y vivimos toda nuestra
vida en un solo país, estamos constreñidos por las palabras y la cultura
asociadas, y no podemos concebir otras cosas sino en nuestros propios términos.
Recientemente la historiadora Úrsula Camba refirió cómo los españoles que
llegaron a América llamaban a veces “mezquitas” a los templos aztecas que veían,
porque era el referente que tenían. Cuando los misioneros cristianos llegaron
primero a Japón y se encontraron con la religión sintoísta que reconoce espíritus
que animan todas las cosas, tradujeron erróneamente la palabra kami como “dios”, en el sentido pagano.
Por ejemplo, el dios del río. Sin embargo la traducción está más cerca de “espíritu
tutelar” o hasta “alma”, pero no dios, porque en Occidente esa palabra se usa
para cosas distintas.
Este no poder saber el otro lenguaje, deviene en no poder entender otros
conceptos, otras maneras de interpretar el mundo, quizá más burdas, quizá más
sutiles, pero siempre enriquecedoras. Se sabe que los idiomas inuit, sami (de Suecia)
y escocés tienen desde 50 y hasta 400 diferentes términos para referirse a la nieve,
y estoy seguro que a eso no llega ni Jon Snow. Los idiomas serbio, macedonio y
sueco, por otro lado, tienen de tres a seis formas diferentes de referirse a cada color. Finalmente, el Libro Guinness de Récords volvió famosa la palabra Mamihlapinatapai, presente en un
lenguaje de una tribu de Tierra del Fuego. Su significado es “una mirada que
comparten dos personas, ambas deseando hacer algo pero ninguna de las dos
queriendo tomar la iniciativa.”
Básicamente, los tres segundos anteriores al primer beso.
A lo que voy es que conocer íntimamente un idioma nos hace conocer su
cultura, sus pensamientos y sus percepciones. En nuestro mundo del siglo 21 en
donde hay cada vez más parejas binacionales, es un regalo grandioso darle a
nuestros hijos el regalo de tener dos ó tres idiomas maternos: una forma
natural de expandir sus pensamientos.
Tristemente, esto no siempre pasa, debido a esa horrible condición
humana del Ellos vs. Nosotros, que desemboca en racismos y nacionalismos.
Es común que inmigrantes mexicanos en Estados Unidos hagan familia pero
que en casa no enseñen a sus hijos el español, por temor a ser discriminados; y
con la esperanza de que hablen únicamente el inglés sin acento para ser mejor
aceptados en la sociedad. En Inglaterra pasa lo mismo con inmigrantes italianos
o rumanos. Todos estos niños crecen sabiendo el “idioma del Imperio”, pero a
cambio de una pérdida cultural importantísima y de aceptar el triste hecho de
no poder hablar con sus abuelos más que con señas.
Traductores naturales, puentes culturales que echamos a perder cotidianamente.
Por otro lado, en China pasa exactamente lo contrario. Los chinos saben
perfectamente que su idioma es muy difícil, y desde hace décadas tienen a la
enseñanza del inglés como materia obligatoria desde primaria. En los exámenes
de admisión a la universidad, se incluyen matemáticas, física, historia, chino
e inglés. Esto es lo mismo que en cualquier otro país en vías de desarrollo.
¿Qué pasa con el español?
Lo que pasa con él y con otros muchos idiomas, es que hay una actitud de
reforzamiento continuo.
Cuando mi niña nació, cerré mi oficina e hice home office durante los primeros cinco años de su vida. Me di a la
tarea de estar con ella y no hablarle nunca más que en español; cuando empezó a
hablar y de repente me decía algo en chino, yo siempre le contestaba que yo no
sabía nada de ese idioma. Al final se acostumbró a hablar conmigo siempre en
español. Pero otra cosa: al ir por la calle caminando con ella y hablando en
español, la gente se nos queda viendo y pensando “um, eso no es inglés, ¿qué
será?” Y como los chinos son inopinadamente
curiosos, seguido nos preguntan qué diantres hablamos. Cuando ella contesta que
es español, invariablemente recibe muestras de admiración: esto hace que ella
se sienta más motivada a hablarlo e incluso a presumir ese “idioma secreto” que
sólo ella y yo podemos entender en mitad de una multitud.
Como todo padre ingenuo, deseo que cuando crezca ella se dedique a alguna
de las cosas que admiro o que sueño: una gran científica que encuentre la cura
de un cáncer, una astronauta, una escritora.
No sé qué irá a ser, desde luego. Pero sé que por lo menos le habré dado
el regalo de ser un puente entre culturas.
Te amo, Alicia.
Hermoso legado
ResponderEliminarHermoso regalo
Que llevara con orgullo
siempre en su corazón
Y que nunca en la vida podrá olvidar.
"Instruye al niño en su camino y aunque fuere viejo, nunca se apartará de el"...
(La Biblia)
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