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En la ceremonia de
los Óscares de 2015, Alejandro González Iñárritu puso de relieve de nuevo esa eterna frase del “gobierno que nos merecemos”. Las palabras exactas fueron: “Ruego para que podamos encontrar y
tener el gobierno que nos merecemos”.
La frase es falaz, aunque apela a cosas muy humanas: el deseo de justicia, la práctica de emitir constantemente
juicios de valor moral, y desear que la virtud sea recompensada con la fortuna. Esto
tiene expresión en todas las culturas, desde la recompensa cristiana hasta el
karma hindú.
Sin embargo, un gobierno no "se encuentra" como una moneda tirada en el piso. Ciertamente él no es el primero en expresar este deseo,
pero es el más reciente en una larga línea de equivocaciones conceptuales.
¿Cuál es el gobierno “que merecemos” y en virtud de qué somos
merecedores de él? Y si no lo tenemos hoy, ¿alguna vez lo hemos tenido? Y si
nunca lo hemos tenido, ¿cómo esperar tenerlo de repente o en el futuro muy
cercano?
Todos conocemos la lapidaria frase de que “todo país tiene el
gobierno que se merece”, pero en ambos casos, vemos el uso problemático de la palabra
“merecer”. Este concepto está —por lo menos en Occidente— muy teñido de tintes morales
y específicamente cristianos, acerca del acto de juzgar lo que es bueno y de estimar qué
recompensa merece. Estas cosas no están mal, pero no son aplicables tal cual a la evolución de una sociedad.
La idea del “gobierno que nos merecemos” es problemática
porque estamos juzgándonos a nosotros mismos y a nuestra sociedad —lo cual es necesariamente sesgado—
y adjudicándonos un “premio” idealizado en base a tal juicio. Pero veamos con
más detenimiento por qué empezamos con dificultades al mezclar juicios
individuales y colectivos.
¿Un niño huérfano en Indonesia merecía morir ahogado en el tsunami de
2004? Claro que vamos a contestar que no, y además el tsunami es un hecho
fortuito. Pero si reformulamos la pregunta de varias maneras aparecen más
matices cada vez más difíciles: una niña en Arabia Saudita ¿merece un gobierno
teocrático que considera justicia en el siglo 21 dar latigazos a alguien que
habla en contra de la violencia sexual? Aquí la respuesta sigue siendo que no,
no lo merece.
¿Anders Breivik, que asesinó a sangre fría a 77 personas en Noruega (2011),
se merece el gobierno que tiene, que no permite la pena de muerte y le dio 21
años de condena?
¿Han Lei, de China, se merece el gobierno que tiene, que sí permite la
pena de muerte y así lo condenó por matar a una niña de dos años por un
altercado con la madre de la pequeña, por un lugar de estacionamiento?
En lo individual y en lo colectivo, lo que se “merece” cada quien o cada
sociedad cambia drásticamente, y en cada caso de los que menciono estamos
emitiendo un juicio de valor moral, que puede variar dependiendo de nuestras
convicciones. Quienes están a favor de la pena de muerte contestarán de una
forma respecto a Breivik y Han, que será distinta de quienes están en contra. Y
si es así en lo individual, ¿qué será en lo colectivo?
Las sociedades construyen sus visiones del mundo —sus ideas
generales y sus reglas detalladas— y de ese conjunto de convenciones emerge poco a poco la forma de establecer
jerarquías y finalmente gobiernos. No se puede hablar de que una sociedad “merezca”
un gobierno de la misma forma que se habla de si un individuo —un caso particular
en el que es objetiva y legalmente inocente o culpable— merece un castigo. Es juzgar cosas
distintas con una misma medida: la sociedad construye su entorno a través del
tiempo, y sí, lo puede cambiar con mucha lentitud también, “mereciendo” cada
resultado en lo colectivo. Pero ese merecimiento no es un juicio de valor de la misma naturaleza
que los casos individuales, y no se puede tomar así en el discurso, porque
conduce a expectativas distorsionadas.
Nietzsche dice atinadamente que “el poder es el placer más irrenunciable”
porque, a diferencia de placeres como la gula o la lujuria que son temporales,
el poder es un estado mental, algo que se sabe que tiene y que se puede ejercer
en cualquier momento. Nadie está dispuesto a perder el poder —cualquiera que
sea— una vez que lo obtiene y lo usa. Una de las consecuencias naturales de
este uso es probar hasta dónde se extienden sus límites, sin tener que afrontar
ninguna consecuencia adversa: es una de las cosas a las que llamamos “corrupción”.
Esto es verdad para toda sociedad y todo tiempo, pero lo que
diferencia a una de otra son esas convenciones generalmente aceptadas, que no
pueden limitar el ansia de obtener y conservar el poder, pero sí limitar su
forma de ejercerlo. En lenguaje moderno se les llama “contrapesos” en la dimensión legal, pero la parte más importante son las convenciones éticas de
la sociedad; esto es, qué males se está dispuesto a tolerar a cambio de qué
beneficios.
O sea: “De acuerdo a mi pensamiento y al pensamiento de mi
sociedad, puedo tolerar X siempre y cuando tenga Y”.
Franklin tiene una famosa frase donde dice que “quien está dispuesto a
ceder libertad a cambio de seguridad, no merece ninguna de las dos”, pero la
historia nos indica que esa propuesta es frecuentemente muy aceptable y que la “X”
de la ecuación, o sea lo que estamos dispuestos a tolerar, puede ser bastante amplio. Esto es porque lo más preciado
que tiene una sociedad es su estabilidad, y porque una vez que
un poder se establece, usa todos los medios para que su imagen propia y su discurso
sean aceptables, siempre y cuando provea el mínimo de estabilidad requerida por
su sociedad.
Es entonces que los valores aceptados y la relación gobierno-sociedad
se convierten en un ciclo que se empieza a alimentar a sí mismo: los límites
del poder (abusos) se van expandiendo si la sociedad los acepta, y los valores
van cambiando imperceptiblemente a lo largo del tiempo, hasta llegar a veces a
situaciones en las que el poder se ejerce de forma indiscriminada y sin
contrapesos importantes, y la sociedad considera este comportamiento como “normalidad”.
Las quejas siguen existiendo, porque siempre existen los ideales, pero sus
manifestaciones pueden ir perdiendo terreno en lo público y limitarse cada vez
más a lo privado.
A lo largo del tiempo, si la situación se hace intolerable —ya sea por
la falta de estabilidad mínima o porque la percepción del uso del poder se hace
inaceptable— la sociedad puede tener una “erupción”, creando límites al
ejercicio del poder y pasando a un nuevo sistema de valores, más aceptables.
Sin embargo este tipo de “despertares” normalmente requieren de una
circunstancia excepcional, que en muchas ocasiones involucra violencia y largos
periodos de inestabilidad mientras se hace la reconstrucción. Las grandes
revoluciones modernas como la francesa, tomaron muchas décadas para poder
realizar estos cambios de paradigma.
Toda sociedad tiene sus propias válvulas de escape que le permiten
afrontar las cosas indeseables, así como su punto de ebullición, su disparador,
y su forma más o menos caótica de explotar: lo que en una nación es normal en
otra es inaceptable. Pero lo que ninguna sociedad tiene es la capacidad para
reclamar “lo que se merece” en un juicio meramente moral, como si la fortuna
fuera consecuencia de una virtud generalizada. El Marqués de Sade se burló de
esta expectativa individual y colectiva en su “Justine, o Los Infortunios de la
Virtud” (1791), y en la modernidad la filosofía ha dejado atrás ese concepto que relaciona Virtud y Fortuna en las sociedades.
De modo que —sin dejar de tener ese ideal de “justicia social” como norte— más que rogar
por encontrar algo que creemos merecer, podemos crear justicia en nuestro
entorno inmediato. Porque la vociferación es útil como acicate en lo público,
pero no hay factor de cambio más poderoso que el propio ejemplo; para que
cuando alguien nos pregunte qué se puede hacer realmente para cambiar,
podamos abrir la puerta de nuestra casa y decir, “esto”.
No subestimemos el deseo de mejorar por medio de la simple imitación.
VIDEO DEL DÍA
La ingeniería se convierte en arte. Este es un video de la fábrica de
ensamblaje robótico de BMW en Munich. Hay que verlo para creerlo.
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