domingo, 8 de marzo de 2015

La falacia del “Gobierno que nos merecemos”



Via Think Of That


En la ceremonia de los Óscares de 2015, Alejandro González Iñárritu puso de relieve de nuevo esa eterna frase del “gobierno que nos merecemos”. Las palabras exactas fueron: “Ruego para que podamos encontrar y tener el gobierno que nos merecemos”.

La frase es falaz, aunque apela a cosas muy humanas: el deseo de justicia, la práctica de emitir constantemente juicios de valor moral, y desear que la virtud sea recompensada con la fortuna. Esto tiene expresión en todas las culturas, desde la recompensa cristiana hasta el karma hindú.

Sin embargo, un gobierno no "se encuentra" como una moneda tirada en el piso. Ciertamente él no es el primero en expresar este deseo, pero es el más reciente en una larga línea de equivocaciones conceptuales. 

¿Cuál es el gobierno “que merecemos” y en virtud de qué somos merecedores de él? Y si no lo tenemos hoy, ¿alguna vez lo hemos tenido? Y si nunca lo hemos tenido, ¿cómo esperar tenerlo de repente o en el futuro muy cercano?  

Todos conocemos la lapidaria frase de que “todo país tiene el gobierno que se merece”, pero en ambos casos, vemos el uso problemático de la palabra “merecer”. Este concepto está —por lo menos en Occidente— muy teñido de tintes morales y específicamente cristianos, acerca del acto de juzgar lo que es bueno y de estimar qué recompensa merece. Estas cosas no están mal, pero no son aplicables tal cual a la evolución de una sociedad. 

La idea del “gobierno que nos merecemos” es problemática porque estamos juzgándonos a nosotros mismos y a nuestra  sociedad —lo cual es necesariamente sesgado— y adjudicándonos un “premio” idealizado en base a tal juicio. Pero veamos con más detenimiento por qué empezamos con dificultades al mezclar juicios individuales y colectivos.

¿Un niño huérfano en Indonesia merecía morir ahogado en el tsunami de 2004? Claro que vamos a contestar que no, y además el tsunami es un hecho fortuito. Pero si reformulamos la pregunta de varias maneras aparecen más matices cada vez más difíciles: una niña en Arabia Saudita ¿merece un gobierno teocrático que considera justicia en el siglo 21 dar latigazos a alguien que habla en contra de la violencia sexual? Aquí la respuesta sigue siendo que no, no lo merece. 

¿Anders Breivik, que asesinó a sangre fría a 77 personas en Noruega (2011), se merece el gobierno que tiene, que no permite la pena de muerte y le dio 21 años de condena?

¿Han Lei, de China, se merece el gobierno que tiene, que sí permite la pena de muerte y así lo condenó por matar a una niña de dos años por un altercado con la madre de la pequeña, por un lugar de estacionamiento?

En lo individual y en lo colectivo, lo que se “merece” cada quien o cada sociedad cambia drásticamente, y en cada caso de los que menciono estamos emitiendo un juicio de valor moral, que puede variar dependiendo de nuestras convicciones. Quienes están a favor de la pena de muerte contestarán de una forma respecto a Breivik y Han, que será distinta de quienes están en contra. Y si es así en lo individual, ¿qué será en lo colectivo?

Las sociedades construyen sus visiones del mundo —sus ideas generales y sus reglas detalladas— y de ese conjunto de convenciones emerge poco a poco la forma de establecer jerarquías y finalmente gobiernos. No se puede hablar de que una sociedad “merezca” un gobierno de la misma forma que se habla de si un individuo —un caso particular en el que es objetiva y legalmente inocente o culpable— merece un castigo. Es juzgar cosas distintas con una misma medida: la sociedad construye su entorno a través del tiempo, y sí, lo puede cambiar con mucha lentitud también, “mereciendo” cada resultado en lo colectivo. Pero ese merecimiento no es un juicio de valor de la misma naturaleza que los casos individuales, y no se puede tomar así en el discurso, porque conduce a expectativas distorsionadas. 

Nietzsche dice atinadamente que “el poder es el placer más irrenunciable” porque, a diferencia de placeres como la gula o la lujuria que son temporales, el poder es un estado mental, algo que se sabe que tiene y que se puede ejercer en cualquier momento. Nadie está dispuesto a perder el poder —cualquiera que sea— una vez que lo obtiene y lo usa. Una de las consecuencias naturales de este uso es probar hasta dónde se extienden sus límites, sin tener que afrontar ninguna consecuencia adversa: es una de las cosas a las que llamamos “corrupción”. 

Esto es verdad para toda sociedad y todo tiempo, pero lo que diferencia a una de otra son esas convenciones generalmente aceptadas, que no pueden limitar el ansia de obtener y conservar el poder, pero sí limitar su forma de ejercerlo. En lenguaje moderno se les llama “contrapesos” en la dimensión legal, pero la parte más importante son las convenciones éticas de la sociedad; esto es, qué males se está dispuesto a tolerar a cambio de qué beneficios
 
O sea: “De acuerdo a mi pensamiento y al pensamiento de mi sociedad, puedo tolerar X siempre y cuando tenga Y”.

Franklin tiene una famosa frase donde dice que “quien está dispuesto a ceder libertad a cambio de seguridad, no merece ninguna de las dos”, pero la historia nos indica que esa propuesta es frecuentemente muy aceptable y que la “X” de la ecuación, o sea lo que estamos dispuestos a tolerar, puede ser bastante amplio. Esto es porque lo más preciado que tiene una sociedad es su estabilidad, y porque una vez que un poder se establece, usa todos los medios para que su imagen propia y su discurso sean aceptables, siempre y cuando provea el mínimo de estabilidad requerida por su sociedad
 
Es entonces que los valores aceptados y la relación gobierno-sociedad se convierten en un ciclo que se empieza a alimentar a sí mismo: los límites del poder (abusos) se van expandiendo si la sociedad los acepta, y los valores van cambiando imperceptiblemente a lo largo del tiempo, hasta llegar a veces a situaciones en las que el poder se ejerce de forma indiscriminada y sin contrapesos importantes, y la sociedad considera este comportamiento como “normalidad”. Las quejas siguen existiendo, porque siempre existen los ideales, pero sus manifestaciones pueden ir perdiendo terreno en lo público y limitarse cada vez más a lo privado. 

A lo largo del tiempo, si la situación se hace intolerable —ya sea por la falta de estabilidad mínima o porque la percepción del uso del poder se hace inaceptable— la sociedad puede tener una “erupción”, creando límites al ejercicio del poder y pasando a un nuevo sistema de valores, más aceptables. Sin embargo este tipo de “despertares” normalmente requieren de una circunstancia excepcional, que en muchas ocasiones involucra violencia y largos periodos de inestabilidad mientras se hace la reconstrucción. Las grandes revoluciones modernas como la francesa, tomaron muchas décadas para poder realizar estos cambios de paradigma. 

Toda sociedad tiene sus propias válvulas de escape que le permiten afrontar las cosas indeseables, así como su punto de ebullición, su disparador, y su forma más o menos caótica de explotar: lo que en una nación es normal en otra es inaceptable. Pero lo que ninguna sociedad tiene es la capacidad para reclamar “lo que se merece” en un juicio meramente moral, como si la fortuna fuera consecuencia de una virtud generalizada. El Marqués de Sade se burló de esta expectativa individual y colectiva en su “Justine, o Los Infortunios de la Virtud” (1791), y en la modernidad la filosofía ha dejado atrás ese concepto que relaciona Virtud y Fortuna en las sociedades.

De modo que —sin dejar de tener ese ideal  de “justicia social” como norte— más que rogar por encontrar algo que creemos merecer, podemos crear justicia en nuestro entorno inmediato. Porque la vociferación es útil como acicate en lo público, pero no hay factor de cambio más poderoso que el propio ejemplo; para que cuando alguien nos pregunte qué se puede hacer realmente para cambiar, podamos abrir la puerta de nuestra casa y decir, “esto”.

No subestimemos el deseo de mejorar por medio de la simple imitación.





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