Mi padre, don Alfonso Araujo Alvarado, era un señor a la antigua. Gente
de rancho, recia, curtida en la pobreza de su infancia.
Hombre de principios, sólido y de un humor agudo, tenía una
característica que abarca a toda su familia y me alcanzó a mí aunque en menor
medida: la casi total incapacidad de ser expresivo y cariñoso.
Aclaro que no es que no lo fuera: su corazón se desbordaba de amor por
su familia, pero hombre de pocas palabas, le costaba muchísimo expresarlo de
formas habituales como palabras, besos o detalles. Por eso quiero compartir una
estampa suya que nos marcó en casa de manera muy profunda:
Fue una vez que era cumpleaños de mi madre. Ella, por supuesto, es el completo
opuesto de lo que él era: sensible y emotiva, siempre cariñosísima y expresiva.
Tuvo que aprender a convivir con las formas hurañas de mi padre y finalmente
entendió sus maneras, si bien no terminaba de apreciarlas.
Ese cumpleaños lo festejamos mi hermana y yo, llevando a comer a mi
madre. Mi papá estaba ocupado y no llegaría a casa sino hasta más tarde, y nos
había dado una disculpa por no poder estar en la comida. Cerca de las 7, en la
casa estaba mi mamá en su cuarto leyendo, y yo. Mi hermana había salido.
Por alguna razón, me dirigí desde mi cuarto a la cocina, un camino que
me lleva a pasar por la puerta principal. Justo al acercarme a ella, escuché el
coche de mi papá estacionarse, sus pasos, y la cerradura al girar. Cuando se
abrió la puerta vi una visión única que jamás he podido olvidar.
Mi papá entró a la casa con un ramo de flores en la mano.
Mi lector quizá no verá nada particularmente único ni fantástico en esa
frase, en esa imagen. Pero para mí, fue el equivalente de ver una nave espacial
aterrizar frente a mí, y ver salir de ella a un extraterrestre azul, con dos
cabezas, siete brazos y una cola de dragón luminiscente.
Mi papá había entrado a la casa. Con. Un. Ramo. De. Flores.
En su mano.
No sé realmente qué más decirle, amable lector, para explicarle mi shock.
Nunca antes ni después volví a ver eso. Jamás.
Cuando mi papá me vio frente a él con la boca abierta, se acercó a mí rápido,
me dio el ramo y me dijo, “Ten, son para tu mamá, ve y dáselas.” Después, desapareció
rápidamente en la cocina, y de ahí salió al patio a dar un paseo. No necesitaba
decirme ni explicarme nada más.
Fui al cuarto de mi mamá, azorado, con el ramo en la mano. Ella me vio acercarme
con él, sorprendidísima pero contenta, porque aunque yo soy un poco como mi
padre, no lo soy a ese extremo y sí compro flores de vez en cuando. Ya me iba a
agradecer, cuando la interrumpí y le dije lo que había pasado: de dónde venían
las flores.
Ella no lo podía creer de ninguna manera. Se lo tuve que explicar diez
veces y jurarlo sobre la Biblia hasta que finalmente me creyó. Sobra decir que
se la pasó llorando de emoción el resto del día, y fue a abrazar a mi padre cuando
él finalmente regresó del patio. Desde fuera de la cocina, no alcancé a escuchar
el intercambio que tuvieron, pero fue breve y terminó en un abrazo y más
lágrimas de ella.
Tardé mucho en lograr que mi hermana me creyera la historia.
Este noviembre se cumplirán 10 años de que se fue. Fue el mejor padre que
pude haber deseado.
Gracias por tan linda historia. Identificada mi marido es mucho como lo era tu papá y yo lo opuesto a él.Saludos cordiales desde Monterrey.
ResponderEliminarOlvidé decir en mi comentario anterior que D.M.mi marido y yo cumpliremos 49 años de casados.Saludos.
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