Inicuo me llaman los tragasantos.
O inocuo, o anacua... nunca recuerdo bien, pero ninguna parece buena opción y menos con el celo arrebatado con que lo declaran.
El caso es que se me acusa de éxodo y lótrodo, de ser un levítico irredimible, de haber rebasado el pentateuco la semana pasada, y de cometer deuteronomio cada vez que se presta la ocasión.
Sus jueces me relatan números, que no son números sino cuentos, y si contesto hablando de matemáticas, me dicen que no sé ni usar el habacuc y me tratan de a poca elipsis. ¡Tantos insultos! Me dicen que me redima, que lea cartas para adefesios, lo que me suena poco apetecible. ¿Y saías que además me restringen a cada paso? Me advierten que no puedo interpretar sofonías con una orquesta, ni comer dulces rellenos de corintios. ¡Oseas, no hay más que lamentaciones!
Pienso en estas y otras cuestiones por días y abdías y no atino a hallarles sentido.
Pecado esto, pecado aquéllo, si pienso o palabro, si ejecuto obra o micción. ¿Aún eso? ¿Quién mea culpa? ¡Sálmenme de tales miedos constantes!
No necesito sus egoteabsolvos, no creo en sus multas de gehenas, ¡rechazo tantas malaquías!
Dicen que María estaba llena de gracia, así que no puedo creer que sea crimen cambiar jocundias por jaculatorias.