Esta mañana, como siempre, me he despertado, encendido
la computadora y buscado las noticias. Lo primero que he visto, sin poderlo
creer, es Notre Dame ardiendo. Vi las imágenes aéreas de los drones, mostrando
el fuego consumir siglos de historia y de arte. He visto caer la aguja, y a la
gente congregada cantando mientras ve la destrucción. Y he llorado con ellos.
No lloramos por un montón de piedras pulidas y de
cristales coloreados. Lloramos perder un símbolo que nos salva de nuestra
impermanencia, y que nos une en reconocer lo que compartimos.
La esperanza se encarna en el arte y permanece y nos
trasciende. El monumento que toca el cielo; la escultura que plasma el dolor y
el anhelo en piedra fría; el poema que mueve una lágrima de quien lo escucha
hacer eco en los siglos. El arte que se forma y se agranda de corazones y de historia
que le dan pátina, que nos dice que hay forma de ser inmortales, que existe pureza:
la belleza. Dice Carlos Toro M. que “la belleza es tan alta… que es un lujo
sentirla y un delito matarla.”
A veces la matamos. Los Budas de Bamiyan, las ruinas
de Palmira: actos de locura insondable. Otras veces la perdemos sin querer: ayer
el Museo Nacional de Brasil, hoy Notre Dame. Historia hecha cenizas, recordatorios
de lo efímero. Duele y mucho perder un símbolo hermoso; pero mañana volveremos
a soñar con nuestra trascendencia y a repintar lo que hayamos podido recuperar,
y a cantar el himno que nos une en su letra.
Sting dijo que “la lluvia cae como lágrimas de
estrellas; la lluvia volverá para ver, una y otra vez, lo frágiles que somos.”
Frágiles, sí. Un día lloramos una pérdida. Mañana la
fragilidad se condensará de nuevo y pintaremos de nueva cuenta; nuevos sueños
de inmortalidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario