Para Tommy
En el pequeño pueblo de Dongyang fue donde pasé mi primer año en China,
como profesor de inglés en la Secundaria de Lenguas Extranjeras y en la Preparatoria
Zhong Tian. Fue un periodo difícil pero que no cambiaría por nada: fue el
periodo de adaptación a China, en el que forjé las primeras y algunas de las
más duraderas amistades en este país, y donde tuve la oportunidad de ver día
con día la forma en que los niños y jóvenes chinos forman su manera de ver el
mundo. En este tiempo tuve más de 1500 alumnos de 11 a 18 años, de muy diversas
extracciones socioeconómicas.
Uno de esos alumnos fue Tommy Zhu, un jovencito vivaracho en su segundo
año de preparatoria. Como yo apenas estaba dando mis primeros pasos en el
idioma chino, tan sólo pude aprenderme el nombre que él había escogido en
inglés. Además, sabía que sus compañeros le apodaban Zhu
Bajie, en referencia al famoso héroe con cara de cerdo que acompaña al
Rey Mono en sus aventuras en busca de las escrituras budistas. No era un apodo
muy halagador, pero Tommy llevaba todas las cosas con un buen humor perenne.
De familia pobre, estudiaba con una beca que la escuela le había
ofrecido. Lo recuerdo siempre desaliñado, siempre sonriente y siempre dedicado
a los estudios. Unas cuantas veces él y otros de sus compañeros organizaron
picnics para su profesor extranjero, visitando montañas y templos cercanos, por
lo que forjamos una relación cercana.
Un día me enteré de que, a pesar de las protestas de la escuela, su
padre había decidido sacarlo para que fuera a ayudarle en el negocio familiar
de reparación de aparatos eléctricos, pues la situación económica era difícil.
Tommy estaba desconsolado, pero entendía la decisión y la acataría. Desde
luego, muchos de los profesores lamentábamos la pérdida.
Al día siguiente me encontraba caminando en el campo de deportes de la
escuela en compañía de Emily, una de mis colegas chinas —también maestra de inglés— de sólo 22 años. Su
primera opción no había sido ser profesora, pero así habían resultado las cosas
y le resultaba difícil el día a día de la pesada actividad docente. Se
preguntaba qué objeto tenía para ella ser maestra, qué podía aportar a los
alumnos, qué podía ella aprender de todo eso.
Estábamos discutiendo esas cosas cuando llegó corriendo Tommy con una
manzana en cada mano, que me ofreció con una reverencia tradicional al tiempo
que me decía estas palabras: “¡Maestro, estas dos pobres manzanas son para
darle las gracias por todo lo que me enseñó! Le prometo que aunque no pueda
seguir en la escuela, voy a conseguir más libros, voy a estudiar por las
noches, todas las noches, y un día voy a hablar inglés tan bien como usted. Se
lo prometo.”
Dicho esto, esperó para verme morder una de las manzanas, me sonrió con
esa sonrisa suya, amplia y de dientes manchados por el agua contaminada de las
regiones más pobres de China, y se fue. Emily y yo nos quedamos ahí, viéndolo
alejarse, y luego caminamos en silencio con un nudo en la garganta, rumbo al
edifico de profesores. Emily nunca se volvió a quejar de su trabajo. Más tarde
consiguió su cambio a una empresa manufacturera, con un puesto que había
deseado por algún tiempo, pero siempre refiere su experiencia como profesora
como la más valiosa de su vida.
Yo nunca volví a ver a Tommy. Pero sí volví a conocer a muchos otros
alumnos con ese mismo deseo suyo, de aprender y de no permitir que nada los
detenga incluso en condiciones tan adversas como la suya o más. Él me mostró
una estampa que no era excepción sino regla. Esa es la importancia tradicional
que tiene la idea de la educación en China.
Sé que en algún lugar de Dongyang hay un
electricista que habla inglés y que quizá haya encontrado ya nuevos horizontes. No sé qué tanto me recuerde él, pero yo nunca olvidaré sus manzanas.
Año nuevo 2001 con el grupo de Tommy, que apenas puede estirar el cuello para salir en la foto (centro, arriba).